Elogio de la ciencia: no da felicidad, pero sí dignidad
- En una época en la que el conocimiento científico vuelve a ser señalado como responsable de los males actuales, es necesario reivindicar su valor como bien cultural.
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Comienzo con este artículo un nuevo año, que espero me lleve en septiembre a cumplir una década en estas páginas de El Cultural. Una década da para mucho: son ya más de cuatrocientos artículos los que he escrito. Si soy sincero, nunca esperé llegar a semejante cifra; cuando comencé pensé que pronto se me acabarían los temas a tratar. No ha sido así, pero no es tanto mérito mío sino de la exuberancia de la ciencia, del esfuerzo continuo de legiones de científicos de todo el mundo, y de su rico pasado, en el que abundan historias que merecen ser conocidas.
Lo que he pretendido es no solo dar cabida a lo más destacado de la investigación científica, o ayudar a que algunos episodios y personajes de la historia de la ciencia sean conocidos, convencido como estoy de que esa historia constituye parte fundamental de la cultura universal, de lo mejor de esa cultura, sino también desvelar las múltiples conexiones de la ciencia con el conjunto de la sociedad.
“Quien solo sabe de música no sabe nada de ella”, dijo en cierta ocasión el compositor Hanns Eisler (1898-1962), frase que el escritor y traductor alemán Lothar Baier (1942-2004) llevó a la literatura: “Quien solo sabe algo de literatura no sabe nada de ella”. De manera parecida, creo que quien solo sabe de ciencia, de sus teorías y experimentos, no puede comprenderla realmente, pues le faltan elementos que condicionan el desarrollo científico.
Elementos como los propios científicos, que, salvo muy contadas excepciones, viven en el mundo social, influidos por todo tipo de intereses, de ideas producto del pasado del que, en alguna medida, todos somos deudores, y aunque no nos demos cuenta de ello, también de nuestros afectos o desafectos.
Erwin Schrödinger, el creador (1926) de la forma de mecánica cuántica más eficaz, la mecánica ondulatoria, lo expresó bien cuando escribió: “Nuestra cultura forma un todo. Incluso aquel que tuvo la suerte de dedicarse exclusivamente a la investigación no solo es botánico, físico o químico. Por la mañana habla en la cátedra sobre su especialidad. Por la tarde se sienta en una reunión política, oye y habla sobre otras cosas; otras veces se encuentra en un círculo ideológico, donde la conversación versa sobre diferentes temas. Se leen novelas y narraciones, se va al teatro, se cultiva la música, se hacen viajes, se ven cuadros, esculturas, arquitectura; y, sobre todo, se lee y se habla mucho sobre estas y otras cosas. En suma, todos somos miembros de nuestro medio cultural”.
Como digo, esto es así: los científicos no son ajenos a “todo lo demás”, entre lo que se encuentra los esfuerzos que tienen que emplear para obtener financiación para sus investigaciones. Por consiguiente, su “producto”, la ciencia, tampoco es ajena a “lo social”. Pero también se cumple el recíproco. Nadie debería considerar a la ciencia “un país extranjero”, “extraño”, “ajeno”, adaptando la famosa frase –“el pasado es un país extranjero”– que L. P. Hartley incluyó en su novela El mensajero (1953).
No se trata, además, de que la ciencia nos permite acceder a conocimientos que nos enriquecen, que nos hacen sentirnos realmente especiales como especie biológica. Se trata de que nos sirve para habitar un mundo diferente al que nos rodea habitualmente. Un mundo demasiado frecuentado por el dolor, las injusticias y los abusos.
El conocimiento no siempre da felicidad, no es el refugio seguro que ofrecen creencias religiosas, pero sí da dignidad
No se alarmen, no. Sé bien que en el mundo, en el pequeño mundo de cada uno de nosotros, también hay alegrías, esperanzas, amistad, solidaridad, amor, compasión… Sucede, no obstante, y dejando de lado el universo de la política –con frecuencia, al menos en la actualidad y en mi siempre objetable opinión, miserable–, que en uno de los “elementos” que más se utilizan para escapar de, utilizando unas palabras que pronunció Albert Einstein en cierta ocasión, “la vida de cada día, con su dolorosa crudeza y su horrible monotonía” (de nuevo, sé que no siempre es así), el de las obras literarias, abundan los temas desgarradores, en particular los productos de experiencias personales.
Bien está, por supuesto; la literatura también es esto, vivir vidas virtuales que nos permiten conocer mejor la naturaleza humana, pero también es imaginación creadora de historias que nos llevan a mundos acaso imposibles, en las que nos sumergimos sin angustias como las anteriores, más reales, por supuesto.
Pero yo quiero hoy pedirles que también lean libros de ensayo, historia o divulgación científica, porque aparte de que la ciencia nos permite conocernos mejor, saber del potencial de nuestro cerebro, entretiene y da alegría. Sé que puede ser difícil orientarse –veo, por ejemplo, en un reciente suplemento literario de un destacado periódico, que entre los grupos de recomendaciones de libros, y los hay de casi todo, no aparece la ciencia– pero es posible.
En una época en la que con cierta frecuencia y olvidando todo lo positivo que nos ha dado y da, algunos –me temo que no pocos– adjudican a la ciencia responsabilidades sobre, por ejemplo, el poder de destrucción del armamento militar; sobre la razón última del cambio climático –los que creen en él–, por los productos que la tecnociencia ha generado; sobre el peligro que constituye la Inteligencia Artificial, cuando menos para el empleo; o que temen que la biotecnología del ADN permita que surja una nueva eutanasia; ante todo esto yo hoy, cuando se inicia un nuevo año, quiero decirles que si bien es cierto lo anterior, el responsable no es el conocimiento sino “las manos –las nuestras– que lo utilizan”.
La ciencia no obliga, solo permite. El conocimiento entretiene y enorgullece (no hace falta ser capaz de entender la teoría general de la relatividad, basta, por ejemplo, con, y cualquiera lo es, entender la demostración del teorema de Pitágoras).
Es cierto que el conocimiento no siempre da felicidad, que no es el refugio seguro que ofrecen creencias religiosas, pues enseña que no somos sino polvo de estrellas, organizado, sí, pero una organización al fin y al cabo efímera, y que estamos entroncados –la evolución darwiniana– con toda la vida que existe y ha existido en nuestro pequeño hogar planetario. Pero aunque el conocimiento científico no dé felicidad, sí da dignidad.
En cualquier caso, ojalá que 2025 sea un buen año. Feliz y productivo.