Image: Estreno Vatel, de Joffé

Image: Estreno "Vatel", de Joffé

Cine

Estreno "Vatel", de Joffé

Los apetitos de la corte

23 mayo, 2001 02:00

Roland Joffé retoma su trabajo detrás de la cámara en Vatel, su tercer drama de época (junto a La misión y La letra escarlata) ambientado esta vez en la corte de Luis XIV. El filme, que llega este viernes a nuestras salas justo un año después de su presentación en el Festival de Cannes, narra los tres últimos días en la vida de François Vatel, maestro de ceremonias del Príncipe de Condé que recibe el importante encargo de preparar una fastuosa rececpción al rey Sol y toda la corte de Versalles. Protagonizada por Gerard Depardieu, Uma Thurman y Tim Roth, el filme resalta los valores de la honradez y libertad humanas frente a una alta sociedad decadente y hedonista.

En Cannes, hace un año, fue recibida con frialdad. La última película de Roland Joffé, una superproducción de la productora francesa Gaumont, parecía la más adecuada para abrir un festival que alardea de su chovinismo. Al igual que el Moulin Rouge seleccionado para la edición recientemente finalizada, los ingredientes manejados por Vatel resultaban muy adecuados para sintonizar con el ambiente festivo, primaveral, ligero, aristócrata y, sobre todo, gastronómico de la Riviera francesa. Con el retraso al que nos tienen acostumbrados los circuitos de distrubución españoles, el filme se estrena este viernes en nuestras salas.

Maestro de placeres

Se trata de una opulenta recreación de los tres últimos días en la vida de François Vatel, maestro de ceremonias del Príncipe de Condé, en abril de 1671. Una trama documentada con personajes reales que forma parte del anecdotario histórico francés, y que el director de las excepcionales Los gritos del silencio y La misión consideró un ejemplo de libertad y honradez contemporáneas: "En cierta manera, un drama histórico es sólo la representación del presente aunque con un punto de vista ligeramente distinto", sostiene el realizador británico, quien además manifiesta una irónica negación de su demostrado gusto por los filmes históricos: "No me gustan los dramas de época, pues el vestuario complica mucho las cosas. Es un factor muy limitado pero, al mismo tiempo, ayuda a ejercer la imaginación, y eso es lo que más me gusta". En esta ocasión, el drama histórico le sirve a Joffé para engordar una historia ligera con toda la suntuosidad en los vestuarios y la puesta en escena que permite una película ambientada en el siglo XVII y cuyo hilo visual es el montaje de elegantes e imaginativos espectáculos y la presentación de opíparos, faraónicos banquetes.

De hecho, la dirección artística, cuyo responsabilidad recae sobre Jena Rabasse (de los decorados se desprende un meticuloso y excelente trabajo), recibió una nominación en la última edición de los Oscar. En el filme, el responsable de tamaños fastos es el maestro de placeres y ceremonias Vatel (interpretado por el Gerard Depardieu más delgado y con menos pelo que hemos visto en la última década), quien recibe de su amo, el arruinado y enfermo Príncipe de Condé (Julian Glover), el importante encargo de preparar los mejores espectáculos posibles para recibir al Rey Sol y a todo su séquito de 500 cortesanos en el castillo de Chantilly. El éxito en su trabajo puede cambiar la historia de Francia, pues de ello depende que el anciano Príncipe de Condé recupere el favor de su monarca y le otorgue el mando de las tropas en una nueva campaña contra los holandeses.Tres días con sus tres noches que, para el bien de Vatel, deben ser brillantes, perfectos y espectaculares.

El retrato epidérmico del monarca, interpretado por el británico Julian Sands (de quien, curiosamente, oímos su primeras palabras mientras está defecando) es extensible a toda su Corte de Versalles: un nutrido grupo de hedonistas con peluca entregados al arte de no hacer nada, ante quienes cabe pensar que ojalá la guillotina se hubiera inventado un siglo antes. Para enfatizar el egocentrismo y coquetería de estos personajes, Joffé aprovecha siempre que puede para retratarlos entregados al reflejo manipulado de los espejos, como si la cámara tuviera miedo de acercase a ellos de frente. La ligereza intelecutal de la nobleza (en una película claramente antimonárquica), sólo preocupada por sus juegos de alcoba nunca mostrados y su imagen en sociedad, queda explicitada en las figuras reales no sólo mediante los monarcas, también en el hermano del Rey (un pedófilo que busca en las cocinas del castillo a un nuevo mozo para sus fantasías sexuales) y el conde de Lauzan, consejero regio, encarnado por un Tim Roth calcado del personaje odioso y engreído que interpretara en Rob Roy, y que el propio actor londinense define como "un completo bastardo, pero también un personaje extraordinario, muy listo, y se tenía que ser muy inteligente para sobrevivir en la época".

Decadencia moral

Toda la decadencia moral con que Joffé ha querido retratar a la aristocracia -reflejo de un país que se debe a una monarquía absolutista y que, según el guionista, Jeanne Labrune, no se aleja demasiado de la realidad histórica- contrasta con las cocinas del palacio, barrocas y multitudinarias, en cuyas estancias Vatel recluta a un ejército de cocineros, servidumbre, mensajeros, transportistas, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres que trabajan a destajo e incesantemente para maravillar y satisfacer los deseos del rey, dando fe de que el estrés también era posible hace cuatro siglos. Mientras en los ambientes de aristocracia predomina el rojo, el director de Fotografía, Robert Fraisse, se ha preocupado por llenar de tonos verdes las bambalinas del espectáculo, esas interminables cocinas y salas de almacenamiento, conectadas por pasillos oscuros, donde circulan los sirvientes. Al mando de ellos, el humilde Vatel, hombre de fuertes convicciones que alimenta su pasión por el trabajo con la búsqueda de la perfección, y que pronto es seducido por uno de los caprichos del monarca y objeto de deseo del conde de Lauzan, Anne de Montausier, joven recién llegada a la Corte interpretada por Uma Thurman. Ahí se establece el primer punto de giro de la trama.

El enamoramiento es recíproco, con lo que Vatel, además de enfrentarse a las presiones del trabajo, también debe hacer frente a los impulsos de su corazón. "Vatel acaba dándose cuenta de que no es el amo de lo que hace -explica el productor y director del filme-, es más bien su sirviente, esclavo y quizá ésta era una servidumbre que ya no aceptaba". El motivo del personaje, por tanto, es el de mantener su dignidad como ser humano dentro de una sociedad rígida y jerarquizada, en la que se da cuenta demasiado tarde de que su única función pasa por prostituir su talento para satisfacer a la Corte. Una lucha de clases que encuentra su máxima expresión en la secuencia probablemente más desaprovechada del filme: un mozo muere estrangulado accidentalmente por la polea que sostiene un carro volador, en cuyo interior un tenor canta para Luis XIV, durante uno de los banquetes. Es la expresión sintetizada de la muerte silenciosa del pueblo en su obligación de satisfacer a la nobleza. El problema es que el espectador no puede sentir nada hacia el pobre ahorcado: aunque el filme está contado desde el punto de vista solidario del pueblo llano, el director no se ha preocupado antes en presentarnos a la víctima y el mensaje queda vaciado de intención.

Entre la lealtad y el amor

Anne de Montausier, por su parte, también se encuentra atrapada entre mantener su lealtad al Rey Sol o en seguir los dictados de sus sentimientos hacia el maestro de ceremonias. "En la actualidad -añade Joffé-, Anne sería una mujer de carrera. Mirando la película, ¿qué mujer no entendería su posición? Ella plantea la pregunta del sentido de la vida, ¿es la vida una cuestión de supervivencia? Ella se confronta con el terrible dilema entre sus necesidades y su humanidad. De este modo, exploro los territorios de la ambición y la supervivencia femenina en tiempos en que se les negaba a las mujeres no sólo la independencia sino la libertad de pensamientos".

Lástima que la intensidad emocional que crean ambos personajes no esté a la altura que exige el libreto, producto quizá de un error de reparto al juntar a dos actores con edades tan distantes. No sólo en este aspecto se resiente el filme de su planteamiento de coproducción anglofrancófona, que supuso para Joffé todo un reto idiomático: "Nunca fui un fan de la facilidad. Me fascina que la comunicación sea posible y que, a pesar de las dificultades, el mensaje pueda ser comprendido. Por eso me gusta la idea de trabajar en una lengua que no sea necesariamente la mía".

Al cabo de dos intensas jornadas, la recepción preparada por Vatel (que supervisa cada detalle, hasta la posición de las servilletas, con un anteojo) está resultando todo un éxito, y el interés que despierta en el Rey la extraordinaria profesionalidad del maestro de ceremonias (a quien nunca llega a conocer en persona), llega a su resolución cuando juega a las cartas con el Príncipe de Condé con el fin de arrebatárselo en una apuesta. Enriqueciendo la trama de algún elemento de suspense, el director de La ciudad de la alegría se queda con la opulencia en detrimento de la profundidad, y el filme se corta abruptamente en un desenlace previsible (sobre todo conociendo la historia de Vatel) y prematuro, dejando al espectador con la sensación de que le han robado el tercer acto. Pero no, las dos horas de metraje han llegado a su final, y seguramente la intención de Joffé fue dejar ese cortante, amargo y pretendidamente trágico recuerdo en la memoria del público. Algo que, sin embargo, no consigue la partitura de Enio Morricone, que directamente entra a formar parte, sin pena ni gloria, en el conjunto de las 350 bandas sonoras que el genial músico lleva compuestas.

Antes de confirmarse como cineasta, Roland Joffé (Londres, 1945) formaba parte de la veterana élite del gremio teatral británico (fue uno de los fundadores del grupo Young Vic), actividad que combinaba con la realización de documentales y piezas dramáticas para la televisión. Con 39 años dirigió su notable ópera prima, Los gritos del silencio, que le valió una nominación al Oscar como mejor director. Confirmó el talento despertado con su debut dos años después, en 1986, al recibir la Palma de Oro en Cannes por su espectáculo dramático La misón, protagonizada por Robert de Niro. Otros trabajos por los que ha recibido el reconcimiento internacional, sin alcanzar la calidad de sus primeras obras, son La ciudad de la alegría (1992), La letra escarlata (1995) y Goodbye Lover (1999).