Octavia
El desencanto de Martín Patino
10 octubre, 2002 02:00Patino y Margarita Lozano en el rodaje de Octavia
El autor de Caudillo regresa mañana a la pantalla grande con Octavia, intenso, lírico y personal ensayo sobre un universo en descomposición que, a partir de una metáfora de raigambre familiar, desentraña el reciente pasado histórico de España.
La aparición de Octavia supone, a su vez, todo un acontecimiento en una filmografía que incluye también importantes y decisivos documentales (Canciones para después de una guerra, Queridísimos verdugos, Caudillo), y en la que el verdadero paréntesis es el que ocupa la ficción tradicional. Y esto, por mucho que tres de los cuatro largometrajes de Patino susceptibles de ser considerados como ficciones ofrezcan, en realidad, otras tantas y heterodoxas indagaciones en la recurrente escenografía emocional que alimenta su cine.
Esa escenografía no es otra que la de Salamanca, ese "archivo del tiempo, ese rompecabezas de siglos, toda ella memoria" que es, para el cineasta, mucho más que un ámbito urbano convencional. La Salamanca vital y cinematográfica es para Patino el territorio del clan y el humus que alimenta las raíces, la matriz de la memoria individual y colectiva: representación realista y entresoñada de un universo en descomposición, hábitat histórico y metáfora de una España que arrastra todavía paralizantes herencias del pasado y que sólo puede ofrecer al futuro, representado aquí por la joven que da título al filme, un horizonte tan cerrado como decadente claustro familiar sobre el que Patino hunde el afilado bisturí de su cámara.
Memoria herida
Obra-memoria y ensayo lírico a la vez, Octavia no pertenece al campo de la narrativa. Nadie debería buscar en sus imágenes las pautas dramáticas, los códigos de verosimilitud o los esquemas propios de la representación naturalista, porque la verdadera naturaleza de la propuesta (más cercana a las reflexiones en voz alta insertas en algunas obras de Godard, en ciertos ensayos de Chris Marker, en algunas propuestas de Straub y Huillet) es otra muy diferente. Aquí se narra la historia de un regreso, del reencuentro con los restos del naufragio y con la memoria herida, engañosa y desencantada del pretérito, pero sus cauces expresivos no son los del relato dramatizado, sino los de un oratorio-confesión, casi los de un auto sacramental irónico y, por supuesto, laico, conjugado en riguroso presente pero capaz de invocar los recuerdos del pasado sin llegar a formalizar ni un solo flash-back.
El itinerario está conducido por la mirada de Rodrigo, heredero inequívoco de Lorenzo (Nueve cartas a Berta) y de la propia Berta (Los paraísos perdidos), lazarillos ficcionales que guiaron a los espectadores por los anteriores retornos a la Salamanca germinal de Patino, pero la indagación entera converge sobre el personaje de Octavia. Producto de una aventura rocambolesca, atrapada entre un pasado oscurantista y un presente que contempla el derrumbe de todas las utopías, la descomposición de todas las mitologías de la modernidad, Octavia es el verdadero fin de raza, inocente y bastardo a la vez, para una genealogía vital y cultural que atraviesa, en sentido metafórico, toda la segunda mitad del siglo XX español.
Reflexión en voz alta por persona interpuesta y exorcismo virulento de todo cuanto Salamanca supone para su autor, este lúcido ensayo toma la forma de un hermoso palimpsesto de voces y retornos, articulado sobre sucesivas capas narrativas (el off del personaje, las conversaciones de otras figuras en su segundo plano, el sonido-ambiente de la ciudad...) que se superponen unas sobre otras y que dan cuerpo a la verdadera textura de la película. Surge así una obra tan arriesgada como sincera, un trabajo de investigación y búsqueda personal que el jurado del reciente festival de San Sebastián no debería haber olvidado y que se integra, con pleno derecho, entre lo más estimulante, hondo y productivo que pueden ofrecer, hoy en día, las pantallas españolas.