Image: Gritos y susurros

Image: Gritos y susurros

Cine

Gritos y susurros

por Manuel Hidalgo

31 julio, 2003 02:00

Liv Ullmann en Gritos y susurros

Es difícil explicar hoy cómo una celebridad del tamaño de Ingmar Bergman, paradigma del cine intelectual y de arte, experimentara tanto la amargura del fracaso. Inicia su filmografía en los años 40, y, ya desde los 50, su prestigio se extiende a todo el mundo. Prestigio, que no fama, ni, mucho menos, éxito. ¿Cómo es posible que películas como El séptimo sello, Fresas salvajes o El manantial de la doncella tuvieran , ya en los 60, la categoría de monumentos del arte y, al tiempo, Bergman fuera un desconocido para los grandes públicos?

Esto es lo que resulta difícil de explicar y necesario de recordar a los jóvenes aficionados de hoy. El prestigio. Bergman era objeto de culto en círculos hiperminoritarios, en los cubículos de los festivales, en las catacumbas de los cine-clubs y de las salas de Arte y Ensayo, en las páginas esforzadas de las revistas especializadas, en los restringidos cenáculos intelectuales. Sus películas sobre la angustia metafísica, la muerte, la religión, la neurosis sexual, las enfermedades de la pareja o los abismos del alma femenina, servidas con estricto formalismo visual y teatralizante, aderezadas con sutilezas crípticas, simbolismos, hermetismos y onirismos, eran pasto de la admiración y la discusión entre sectas de iniciados que agrandaban la figura del director con el no tan paradójico resultado de disuadir al gran público para el que, todo hay que decirlo, tampoco es que aquéllas estuvieran pensadas.

Y, ¡click!, en 1971, tras tres décadas de trabajo y depués de más de cuarenta películas, Gritos y susurros rompe la racha y se erige en gran excepción: una razonable mayoría pone, por fin, un Bergman en su vida. Ingmar Bergman recuerda en Linterna mágica, uno de sus tomos de memorias, que en 1970, retirado en su isla de Farü, arruinado, no obtenía financiación ni en Suecia, y un sector de la crítica le consideraba acabado. Gritos y susurros se tuvo que hacer, en parte, con la aportación de los sueldos de sus fieles actrices. Cuenta Bergman que un importante distribuidor norteamericano, a la salida de la proyección en la que se le ofertó la película, imputó a su agente con grandes aspavientos haberle hecho pasar un rato tan malo que encontraría el modo de vengarse de tan horrible ofensa personal. La película fue adquirida por un distribuidor de porno blando y se estrenó en Nueva York en poco más que un garito. Y, de pronto, el gran éxito mundial. Y el camino del Oscar que, finalmente, ganó Sven Nykvist por la fotografía. Ah, la fotografía. Tan cerrada o tan abierta como sus anteriores películas, tan agobiante y asfixiante como la que más, tan dramática o tan desagradable, ¿cómo se entiende que un filme que narra la insoportable agonía de una mujer atendida por sus hermanas y su sirvienta sea el que prenda en las masas que antes habían mirado hacia otra parte? La fotografía. La explicación sería insuficiente y ruin para con Bergman, pero, por más vueltas que uno le dé, los tiros tienen que ir por ahí.

Las emociones, sí, el amor, el desamor, la ternura, los rencores, la enfermedad, la muerte -ojo, no volvamos a oscurecer la explicación-, pero es la fotografía la que dilata las pupilas del público. Cuando digo la fotografía, sólo quiero aproximarme al terreno en el que Bergman sedujo a los espectadores: la belleza sin discusión, la belleza al alcance de todos, la sensación de que el arte, el gran arte, está a mi alcance, me lo merezco yo también, lo entiendo y me prestigio con ello.
Los ya míticos rojos y blancos, deliberados y persistentes de esta película. Su refinado pictoricismo. Su estética de gran museo, si vale la expresión. Y, todo a la vez, claro: el tema, el novelón melodramático que late en su escritura, la exquisitez ornamental -vestuario y decorados-, Bach, Chopin, ¿qué más se puede pedir? Un Bergman genuino, pero pasado por los refinamientos de un Visconti ejerciendo de gran artista y por las resoluciones pragmáticas de la escuela británica de las grandes series o películas de época.

¿Se puede pedir más? Pues hay más: una Piedad, el abrazo maternal de la sirvienta a la agonizante, una imagen de la cultura universal versionada por Bergman y gran póster de la película. ¿Quién no conoce la Piedad?, ¿quién no puede autocomplacerse de conocerla, reconocerla y apreciarla? No quisiera parecer zumbón ni con Bergman ni con el público. Ambos tuvieron el mérito de reunirse en el confortable lecho del gran arte, aunque fuera para asistir a una muerte. Valía la pena.


Bergman, al fin, en DVD
MANGA FILMS
Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), de Ingmar Bergman. Color
Formato 16/9 anamórfico. Compatibe 4/3
Idiomas en mono: sueco y español
Subtítulos español.
Precio 17,99 euros
Extras: Ficha artística, ficha técnica y filmografías selectas.