Image: El último emperador

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Cine

El último emperador

Diálogo entre vida e historia, por Clara Janés

26 febrero, 2004 01:00

Peter O’Toole en el Último emperador

El último emperador -próxima y última entrega de la Filmoteca de El Cultural del jueves 4 de marzo- es "el sueño y el triunfo de Bernardo Bertolucci", como señala la escritora Clara Janés en el artículo del cuaderno de 16 páginas que acompaña al DVD y del que reproducimos un extracto. También escriben el crítico Jesús Palacios y la cineasta Isabel Coixet.

Un tren avanza -que la vida es trayecto-, una frontera -que el ahora es redondo-, una puerta se abre, una puerta verde... Luego un espacio oblicuamente iluminado, como oblicuos son los ojos de los que lo habitan, ojos de prisioneros que miran y reconocen, entre ellos, a un hombre. El hombre, asustado, se pone en pie, se encierra en el lavabo y se corta las venas. El rojo se intensifica en la pantalla. Nos hallamos en el límite entre Manchuria y China, corre el año 1950.

Ahora otra puerta, una puerta roja, se abre, entran jinetes, se llevan a un niño, lo separan de su madre con violencia. Es Pekín y es el año 1908 y ese niño es el hombre que se ha cortado las venas, el último emperador de China, el señor Ai Shin Ioro Fugi, el número 981 en la cárcel. Música budista emitida por largas trompas desgarra el aire, el espacio tan abigarrado como los estampados vestidos de seda, los sofisticados peinados femeninos o la media cabeza rapada y larga coleta de los hombres, y todo el entorno, que brilla, como la seda, como las porcelanas, el lacado mobiliario: un envoltorio irreal para el niño que, en la soledad de la Sala de la Suprema Armonía, va a ser coronado. Y así lo rubrica el sello: el ideograma rojo estampado sobre el papel.

Las puertas rojas se han cerrado. El niño está encerrado en la Ciudad Prohibida, rodeado de eunucos; el mundo queda fuera, como queda fuera para el hombre que está en la cárcel de Kuchún, al que el director de la prisión ha salvado la vida porque es útil; útil, sí, quien años atrás fue un símbolo hueco, un invento irreal ya que ni siquiera el imperio existía: tras los altos muros del recinto que era su morada había una república, se sucedían rebeliones, cabezas cortadas, derrocamientos. Música oriental desvaída, como reflejada en un lago junto al que se hallan las consortes del antiguo emperador.

El niño es ya un muchacho y quiere saber, quiere salir, corre como un loco cuando le arrebatan la nodriza sin lograr alcanzarla, corre de nuevo desesperadamente cuando muere su madre para ir junto a ella y le cierran la puerta, la gran puerta roja. No le es permitido conocer el mundo, no le es permitido expresar sus pensamientos. Le dicen siempre lo que tiene que decir. Su soledad es total, la alivian primero un grillo, una tortuga, un ratoncito, luego una pelota... Sus puntos de referencia son las postraciones o el rostro vuelto de los que le rodean, el cumplimiento, por parte de ellos, de cualquier orden que dé por disparatada que sea, los largos ceremoniales a la hora de comer tras ser sus platos probados por un servidor para evitar un envenenamiento, ese mosaico grotesco de las viejas consortes que se dicen sus madres y, posteriormente, el tutor. Bienvenido el tutor. Y luego sus dos esposas -aunque su matrimonio es un acto exterior, bailado y tocado por los demás. Música de percusión, como una cencerrada.

Todos, en apariencia, se someten a él, pero él es un esclavo, que no lo sabe; no sabe más que una cosa: aunque no existe el imperio, él es el emperador. Y, como lo es, puede cortarse la coleta, nombrar un chambelán nuevo, pedir las cuentas del tesoro, expulsar a los eunucos, llegar a vestirse a modo occidental, montar en bicicleta, jugar al tenis... Es decir, dar, en apariencia, el salto de la época medieval a la edad contemporánea, pero, de hecho, no es así. Para ello necesitaría tener conciencia de sí mismo y, en cambio, sigue sin saber quién es -no conoce más identidad que un falso reflejo-, no se da cuenta ni tras su derrocamiento, cuando por fin se han abierto ante él las puertas rojas, ha salido hacia Tientsin, lleva una vida frívola, canta, baila... Música de piano, americana, y de charlestón.

El aislamiento es el mal, el aislamiento y la inutilidad, la invalidez. El es un inválido: todo se lo hacen, hasta desnudarlo en el momento del deseo amoroso (todavía en la cárcel su servidor le pone la pasta de dientes en el cepillo y le anuda los cordones de los zapatos...) Pero la historia ha empezado a afectarle más. Tras su derrocamiento, sólo siente el apoyo del Japón, lo que ingenuamente atribuye a que en dicho país hay un emperador. Changkaishek ha tomado Shanghai. El es manchú y amenazado de muerte por ello. Tras la invasión, en 1931, los nipones le ofrecen ser emperador de Man-chu-kuo. De nuevo el sello, el ideograma rojo sobre el papel, las postraciones, el mundo abigarrado. Y más que nunca él es un esclavo. Su mujer se entrega al opio, se la arrebatan y él vuelve a correr en vano hacia la salida: otra vez se cierran puertas rojas -la orden de que se abran nadie la escucha-; pronto él tendrá que huir. [...]