La pesadilla americana
El asesinato de Richard Nixon
8 junio, 2006 02:00Sean Penn en Asesinato de Richard Nixon
Han tenido que pasar dos años para que esta singular película americano-mexicana, entre cuyos productores aparecen Alfonso Cuarón, Leonardo DiCaprio y Alexander Payne, llegue a estrenarse en las pantallas españolas tras haberse proyectado en el festival de Cannes de 2004. Ni siquiera la superlativa perfomance de Sean Penn, cuya memorable composición de un anónimo y pobre diablo de la América profunda, mediocre vendedor de muebles de oficina obsesionado con la necesidad de la verdad y con el sueño del éxito, convertido en paranoico aprendiz de terrorista, ha bastado para que una propuesta tan insólita como la que firma el debutante Niels Mueller pudiera llegar a su tiempo.El título podría dar la impresión de que nos hallamos ante un thriller político, pero los tiros van por otro lado. A medio camino entre Willy Loman (Muerte de un viajante), Travis Bickle (Taxi Driver) y Rupert Pupkin (El rey de la comedia), este ficcional Samuel Bicke nace, en realidad, de la memoria ya casi olvidada del verdadero Samuel Byck, aquel fracasado vendedor y frustrado padre de familia que en el verano de 1974 intentó secuestrar un avión con el propósito de estrellarlo contra la Casa Blanca para asesinar a Richard Nixon. El eco resonante del 11 de septiembre de 2001 reverbera de forma percutiente, por lo tanto, sobre la verdadera naturaleza de un film que no se ocupa tanto de la ejecución frustrada del magnicidio como de estudiar las razones y las causas que mueven a quien lo proyecta.
La dramaturgia se instala de esta forma en territorios colindantes a las reflexiones críticas del teatro de Arthur Miller sobre la cara oculta del "sueño americano" y sobre el precio a pagar en la lucha por el éxito. El retrato de un típico loser, atrapado en las redes de un sistema que necesita y además promueve la mentira para la conquista del triunfo y para crear falsos espejismos (la América de George Bush se transparenta de forma inequívoca bajo la historia), acaba por construir una demoledora metáfora sobre una sociedad que incuba, en su propio seno, el germen de un futuro y potencial terrorista. La indagación moral deja paso a la radiografía de un proceso de destrucción que rompe por dentro al individuo y que lo lleva a recluirse en un mundo imaginario que constituye el único refugio en el que puede contemplarse a sí mismo como alguien importante.
Las cintas grabadas por el protagonista (con la pretensión de enviárselas al músico Leonard Bernstein a fin de que su gesta sea reconocida por alguien a quien admira) introducen desde el off un relato implacable en su disección de ese infeliz aprendiz de brujo durante su particular bajada a los infiernos. Las imágenes carecen del estilo, de la mordiente y de la personalidad que un gran cineasta podría haber insuflado al relato, y la narración se hace a veces minuciosa y prolija, pero la humanidad que Sean Penn inyecta al personaje puede con todo y permite que la fábula, coherente hasta el final, acabe mostrando con precisión de entomólogo cómo se incuba el huevo de la serpiente.