Billy Wilder, historia de una sonrisa amarga
Billy Wilder, Walther Matthau y Jack Lemmon en el rodaje de Primera plana (1974)
Ajeno a toda vocación sermoneadora, Wilder apostó siempre por un modelo de intercambio entre el espectador y la pantalla. Su filmografía entera es un corrosivo comentario sobre los mitos en los que se asienta el Hollywood que fabricaba sus películas.
Del ambiente lúdico y de la vitalidad vanguardista del Berlín de los primeros años treinta queda en el cineasta que después se asienta en Estados Unidos el poso de una moral desconfiada y ajena a las hipocresías. De sus primeras experiencias periodísticas en las páginas de sucesos arrastra su interés por las facetas menos confesables y más inquietantes de las debilidades humanas. De los combativos dibujantes alemanes de la época hereda su capacidad para la caricatura cínica y mordaz. De sus contactos con el cine de la UFA, entre 1929 y 1933, quedan en sus películas las huellas visibles del expresionismo fotográfico y su predilección por los espacios cerrados propios del Kammerspiel germánico. De los sueños americanos de su madre, posteriormente asesinada en Auschwitz, recibe su pasión por el jazz y por los espectáculos de varietés.
Toda su perspectiva, su mirada y su distancia respecto a las mitologías más enraizadas en el american way of life y en la moral del éxito del "sueño americano" están filtradas, en consecuencia, por las raíces originarias de un cáustico y cultivado judío vienés instalado en el corazón de la fábrica de sueños. Su talento personal y su personalidad irreductible hicieron el resto. Ajeno a toda vocación sermoneadora, Wilder apostó siempre por un modelo de intercambio entre el espectador y la pantalla donde la segunda ofrece siempre más interrogantes que soluciones: "el artista debe estimular al público, distraerle, impedirle dormirse y hacerle buenas preguntas. El que cree conocer las respuestas no es, en mi opinión, un artista, y además es un imbécil".
Bajo esta divisa, su cine trasciende las fronteras de los géneros canónicos para proponer, bajo su apariencia clásica, una relectura crítica y considerablemente escéptica sobre todo aquello que tanto la vida como el cine tienen de representación. El film noir y la comedia acaban siendo, en sus manos, meras herramientas para articular un complejo y coherente discurso sobre la duplicidad de las apariencias y la necesidad del engaño, sobre la utilidad del disfraz y el recurso a la máscara para poder sobrevivir en una sociedad que no le gusta demasiado al cineasta. Esta reflexión en torno al conflicto entre la realidad y las apariencias constituye, de hecho, la verdadera columna vertebral sobre la que pivotan el resto de las inquietudes y obsesiones que palpitan bajo sus imágenes.
Más allá de las fronteras
Ya sea cuando se mueve en las pantanosas y turbias aguas narrativas de sus dramas más negros (Perdición, Días sin huella, El gran carnaval), cuando se desliza por las suaves entretelas de sus comedias más amables (El mayor y la menor, Ariane, Sabrina, Con faldas y a lo loco), cuando despliega con satírica mordacidad los pliegues más ácidos, perturbadores y revulsivos en sus grandes y negrísimas comedias de madurez (El apartamento, Bésame tonto, En bandeja de plata), cuando disecciona con un cortante bisturí bañado en vitriolo la cara oculta de Hollywood (El crepúsculo de los dioses, Fedora) o cuando se entrega a las hedonistas y cálidas fantasías de sus otoñales viajes fílmicos por Europa (Avanti!, La vida privada de Sherlock Holmes), el travestismo ético y físico al que una y otra vez recurren sus personajes ofrece una demoledora metáfora de la doblez y del espesor resbaladizo de las apariencias. Por sus equívocos recovecos transita la mirada de un moralista escéptico y descreído, de un afinado y penetrante crítico de costumbres privadas y públicas dentro de una sociedad que edifica la lucha por el éxito sobre el ejercicio permanente del engaño y de la mentira.Su filmografía entera es un corrosivo comentario sobre los mitos en los que se asienta el propio Hollywood que fabricaba sus películas. Su capacidad para darle la vuelta a los cuentos de hadas y para sacar a la luz la mezquina vulgaridad de la vida cotidiana, así como las facetas menos optimistas o tranquilizadoras de la condición humana, descansa sobre una impagable galería de personajes masculinos equívocos y frecuentemente desvirilizados. Hombres solitarios, arribistas y depredadores, enfrentados a la ética liberadora de unas mujeres en las que el cineasta deposita con frecuencia la "razón moral" de sus historias. Para ellas, portadoras de autenticidad y nobleza en oposición a la facilidad con que los hombres enajenan su propia identidad, la fantasía romántica, la sinceridad de una relación (incluso la de una esposa dispuesta a ejercer de prostituta), el respeto y la autoestima forman parte de sí mismas y son irrenunciables.
Entrañable y despiadado
Galería tan entrañable como despiadada de unos pobres y desconcertados diablos que chapotean en su propia salsa, hecha simultáneamente de crueldad y de cariño, la obra wilderiana alcanza unas cotas de acidez, de transgresión y de hiriente mordacidad que no tienen equivalencia en el Hollywood de su tiempo. Una conquista, esta última, que adquiere mucho más valor todavía cuando la descubrimos en el cine de un hombre que nunca tuvo intención de cambiar las reglas del juego: "Yo soy un panadero", le gustaba explicar para describir la naturaleza de su trabajo: "Intento hacer el pan un poco más sabroso añadiendo algo de comino. Posiblemente doy una forma distinta a los panecillos. El sabor estará ligeramente modificado, pero seguirá siendo pan".La forma y el sabor, sin duda. Por ello sus mejores películas esconden insospechados ramalazos de ternura bajo una máscara de cinismo, según una hermosa aleación que sostiene, con estilo inigualable y extrema lucidez, esos duros retratos de la hipocresía moral, de la vulgaridad ética y estética de las clases medias americanas dentro de unas ficciones que hunden su afilado escalpelo hasta lo más hiriente y profundo del pathos moral, social y sexual de su sociedad contemporánea. Que bajo semejantes aguafuertes, en los que Wilder no ahorra ni una sola gota de azufre, acaben por emerger destellos conmovedores de lirismo es sin duda privilegio de una mirada y de una visión del mundo que encuentra, en títulos como El apartamento, Bésame tonto y En bandeja de plata, las cimas señeras de una obra sin cuya contribución no puede entenderse el arte popular americano por excelencia durante la segundad mitad del siglo veinte.