Cine

Miguel Littin

“La última luna es mi modo de contribuir a la paz y al entendimiento en Oriente Medio”

30 noviembre, 2006 01:00

Miguel Littin. Foto: Domenec Umbert

Convencido de que "el arte puede ser el nexo de unión" entre judíos y palestinos, el cineasta chileno Miguel Littin, de ascendencia árabe, ha viajado a territorios ocupados para rodar La última luna. Con iguales dosis de rabia y desesperanza, recupera la memoria familiar para relatar la historia de amistad y confrontación que vivió su bisabuelo Sodomin durante principios de siglo en Judea, y de cómo la ocupación hebrea le convirtió en un extranjero en su propia tierra. El filme se estrena mañana en cines españoles.

El cineasta Miguel Littin (Palmilla, 1945) es chileno y también inmigrante árabe de tercera generación. A su abuelo materno Mihail, nacido en Palestina, le casaron y embarcaron hacia América a finales de la Primera Guerra Mundial, cuando apenas era un niño. En su reciente largometraje, La última luna, Littin recupera la memoria de su antepasado para explorar sus propios orígenes, pero también para analizar los motivos profundos del conflicto en Oriente Medio y posicionarse del lado de su sangre. "Son historias surgidas a partir de los relatos familiares que he escuchado desde niño", explica el también novelista chileno. "Siendo ya un hombre maduro, viajé a Palestina y allí me contaron las historias de los que se quedaron. Con ello escribí un cuento, una novela corta y finalmente un guión".

Más cerca por tanto de la fábula que de la épica, el autor de la extraordinaria El chacal de Nahueltero (1969) escenifica la que podría ser la historia de su bisabuelo, el palestino Soliman (Ayman Abu Alzulof), quien una mañana de julio comenzó a construir una casa y una amistad con el judío Jacob (Alejandro Groic) en las colinas de Judea. Con los años y la guerra y las traiciones, terminó por mirar con desprecio a los ojos de esa vieja amistad, separados ambos por una alambrada.

Tras los pasos de Kazan
-Elia Kazan esperó hasta bien entrada la madurez para rodar la historia de sus antepasados en América, América. Da la sensación de que usted ha hecho algo parecido...
-Hemos recorrido un camino paralelo, sí.
América, América es una película que me emocionó mucho... en ella Kazan se sumerge en el origen de sí mismo, su descendencia armenia, y eso es lo que más conmueve. En mi caso, la película ha surgido de forma natural. En Chile hay al menos medio millón de descendientes palestinos, hay otra Palestina que a su manera trata de conservar las singularidades de su cultura. Mi preocupación por Palestina siempre ha sido cultural y no política. Mi primera intención, de hecho, fue retratar la epopeya cotidiana de esos inmigrantes que llegaron desde el otro lado del mundo tratando de sobrevivir y de luchar por su cultura. Pero al viajar a Palestina y escuchar el origen de todo, las historias de mis parientes, decidí contar el sufrimiento de los que allí se quedaron.

-Trata de mantener un tono ligero, incluso cómico. Pero la tragedia acaba dominando la película...
-Es algo que está más allá de la voluntad humana. El individuo vive allí a expensas de las decisiones políticas. Su felicidad no está en su mano. Palestina ha sido invadida y maltratada a lo largo de los tiempos. Yo quería mostrar el origen profundo del dolor de este pueblo, a punto de desaparecer, transmitiéndolo a través de lo cotidiano, de lo que significa la leche para los niños. De alguna manera, esa alegría devorada por la tragedia conecta también con la tradición latinoamericana de mezclar lo real y lo maravilloso.

Gabriel García Márquez, máximo exponente de lo antedicho, prácticamente elevó a categoría de héroe nacional a Miguel Littin cuando escribió en 1986 el libro Las aventuras de Miguel Littin clandestino en Chile. Allí el Nobel relataba el regreso de incógnito a Chile del cineasta, desde el exilio, para filmar los procesos oscuros del régimen de Pinochet, cuyo resultado fue el documental Acta General de Chile (1986). El cine asociado al sentido de la aventura, como en Ford, Hawks o Huston, sigue indeleble en Littin, a pesar de sus 64 años, por lo que para el rodaje de La última luna viajó a los territorios ocupados con un equipo de apenas once personas y filmó la historia en árabe con una minoría de actores chilenos. "Un rodaje infernal", dice, "lleno de obstáculos y problemas, y que resolví gracias en parte a mi experiencia en los documentales Crónicas palestinas I y II, donde rodé en primera línea de la Intifada".

En territorios ocupados
-¿Era condición indispensable para hacer la película que pudiera rodarla en los territorios ocupados?
-Desde luego. Yo seré el cineasta más pobre, pero también el más libre. Me propusieron rodar en Marruecos, que es donde los americanos ruedan gran parte de sus producciones histórico-exóticas, porque allí hay infraestructura cinematográfica, pero allí las casuchas son barro sobre barro y en Palestina son piedra sobre piedra. Las tropas militares no nos dieron descanso ni un día. Tanto tropas de pie como de aire nos vigilaban constantemente, y se hace duro trabajar y dormir con los sonidos de los B16 constantemente en tu oído. Pero éramos un equipo joven (excepto yo) y preparado. En lugares donde estaba absolutamente prohibido filmar, yo seguía rodando con esa clase de autoridad que te da ser director de cine, que no sé de dónde sale, pero que es un impulso real. Hubo de hecho una tendencia mía de convertir todo aquello en una película sobre el proceso de rodaje, porque lo que nos ocurría era perfectamente revelador de lo que acontece en esta tierra de nadie, sin autoridades a las que dirigirse ni leyes que respetar.

-¿Cree que su película puede contribuir a la paz en Oriente Medio?
-Mi intención ha sido ésa. La película es mi modo de contribuir al entendimiento y a que ambos pueblos puedan algún día convivir en paz. Cuando uno está narrando, no tiene más esperanza que sus historias adquieran cierta importancia en la conciencia y el corazón de la gente. Creo que es algo común a todo arte. Hablando con intelectuales y artistas de allí, como el director Amos Gitai, todos parecen estar de acuerdo en que el arte puede ser el nexo de unión. Israel ha desarrollado en cincuenta años una potencia industrial y económica enorme. Imagínese qué hermoso sería que eso se combinara con las artes y las tradiciones del pueblo árabe.

-¿No es eso una utopía que contradice el plano final de su película, dos hombres mirándose con odio a través de una alambrada?
-Como cineasta, cuento la historia como a mí me fue contada. Como ser humano, aún tengo esperanzas en la convivencia.

-La guerra no es el tema central de la película, pero sí marca el destino último de los personajes. ¿Es inevitable ser parte del conflicto?
-La guerra es el espectro que está detrás, la sombra que todo lo nubla y en la que todos quedan atrapados. ¿Cómo no sentirse parte del conflicto? Todos deberíamos. Hoy día está aconteciendo el holocausto de los palestinos, y la paradoja es que las víctimas del holocausto nazi son ahora los verdugos. Cuatro millones de palestinos están desapareciendo. Su tradición, su música, la mirada melancólica árabe está en peligro. Y uno se pregunta para qué sirven las Naciones Unidas. Se le niega a un pueblo la posibilidad de existir como tal, se ocupan sus aldeas y se cierran sus escuelas. Del otro lado, el opresor convive con el sufrimiento de los ataques de terroristas palestinos. No es una guerra religiosa, es una guerra por el agua, por los hidrocarburos, por el petróleo, y las consecuencias las sufren los seres humanos instrumentalizados por el Estado.

Un océano de cadáveres
-Hay una metáfora en el film muy potente: judíos y árabes flotando plácidamente en el Mar Muerto.
-Fue una de las escenas que más nos costó filmar. Para trasladarnos hasta el Mar Muerto tuvimos que cruzar varios pueblos y los palestinos lo tenían prohibido. Hubo que esconderlos para sortear todos los puestos de inspección. Cuando llegaron al mar y vi sus caras de alegría comprendí que era la primera vez que lo veían, que nunca les habían dejado salir de su pueblo. Al regreso, nos descubrieron y pasamos una noche en prisión, hasta que la diplomacia chilena nos sacó de allí. También en el Muro de los Lamentaciones tuvimos grandes problemas. Estaba prohibido filmar, pero un soldado mexicano nos ayudó.

-El film se ha estrenado ya en diversos lugares del mundo. ¿Llegará a las pantallas de Israel?
-Lo estamos intentando. Y depende en gran medida de cómo funcione la película en España.