Cine

Ingmar Bergman, ante el silencio de Dios

El cineasta ha muerto en su casa de la isla de Fårö a los 89 años

30 julio, 2007 02:00

Liv Ullman e Ingmar Bergman

Sin parangón en el cine actual, la obra cinematográfica del sueco Ingmar Bergman, cuya gravedad y trascendencia expresiva quizá sea sólo comparable a la del danés Carl Theodor Dreyer, ha influido en prácticamente todas las cinematografías a partir de la segunda mitad del siglo XX, incluyendo a un amplio abanico de cineastas muy desiguales entre sí, como puedan ser Lars von Trier y Woody Allen. Reflexiva y cáustica, hay dos grandes temas que se entrecruzan constantemente en su obra: la angustia del hombre y del mundo frente al silencio de Dios (El séptimo sello, 1956) y la exploración de la psique humana, predominantemente femenina (Persona, 1966).

El sentido de la vida

Su universo es una constante interrogación sobre el sentido de la vida, que presenta con gran destreza narrativa, una mirada gélida y mucha fuerza plástica, al límite del expresionismo, sin duda procedente de su experiencia teatral. La obra de Bergman, compuesta por sesenta películas y sendas obras teatrales, se presta, tanto antes como ahora, a todo tipo de interpretaciones.

Nacido en Upsala (Suecia) el 14 de julio de 1918, hijo de un pastor calvinista y de una dominante madre de origen valón, creció en un entorno en el que la represión del instinto era considerada una gran virtud. Junto a su hermana Margareta, encontró refugio en los mundos imaginarios que le proporcionaban un proyector familiar (la "linterna mágica", según describe en sus memorias) y un teatro de marionetas. Antes de cumplir los veinte años, el joven Bergman abandona el seno familiar para instalarse en Estocolmo. Dedicado casi por entero al teatro universitario, entabla amistad con Erland Josephson y Vilgot Sjüman, y en 1942 entra a formar parte del equipo de guionistas de la Svenska Filmindustri, donde durante dos años revisa todo tipo de guiones. Mientras, sigue montando obras teatrales, algo que nunca dejaría de hacer, aunque fuera de modo intermitente. Durante los años 50 llevó a escena un promedio de dos obras cada invierno, de autores tan diversos como Strindberg, Moliere, Ibsen, Shakespeare o Tenessee Williams. En 1945 aprovecha la oportunidad de dirigir su primera película, Crisis (Kris), con resonancias profundamente existencialistas y surgida de un guión propio. Ya en ella, Bergman está presente como alter ego encubierto del joven protagonista, algo muy frecuente en sus primeras obras. A partir de entonces, entra en una desenfrenada etapa creativa (de septiembre a marzo se dedica al teatro, y en verano a rodar películas), que le lleva a dirigir treinta filmes en apenas veintidós años, registro al alcance de muy pocos realizadores, incluso de los que entonces trabajan en la boyante industria hollywoodense.

La libertad creativa

Siempre sobre guiones propios, excepto contadas excepciones, Bergman rueda películas sin atractivo comercial pero con gran libertad creativa bajo el amparo de la Svenska Filmindustri. De esta primera etapa son filmes como Llueve sobre nuestro amor, Barco para la India, Mujer sin rostro, Música en la oscuridad (1947), Ciudad portuaria, Prisión (1948); La sed (1949) y Hacia la felicidad (1950). En estas dos últimas aborda el tema de la pareja en constante lucha cuerpo a cuerpo, mientras que los relatos de pasión y las brillantes historias de amor de su filmografía quedan materializados poco después en Juegos de verano (1950) y Un verano con Mónica (1952), donde la actriz Harriet Andersson alcanza su plenitud sexual. Después del fracaso de Noche de circo (1953), Bergman vio peligrar su carrera, pero la obtención del Premio del Jurado en Cannes por Sonrisa de una noche de verano (1954) le permitió abordar su proyecto más deseado: El séptimo sello (1956). Premio Especial en Cannes, es quizá su película más sincera y de mayor belleza plástica, en la que ofrece su postura frente a la vida y la muerte, su sombría relación intelectual con Dios y su intuición del posible holocausto nuclear. El mismo año rueda otra obra maestra, Fresas salvajes (1956), un acercamiento lúcido a la vejez con el director Victor Sjüstrom como protagonista, filme al que siguen otros tres títulos importantes: En el umbral de la vida (1957), El rostro (1958) y El manantial de la doncella (1959).

Portavoz intelectual

A partir de entonces, la obra de Bergman entra en una etapa más austera, en la que fondo y forma se reconcilian, con una técnica más depurada y en ocasiones experimentalista. Rueda su trilogía sobre la búsqueda de la divinidad, integrada por Como un espejo (1961), Los comulgantes (1962) y El silencio (1963), con la que ajusta cuentas con su educación religiosa. Convencido de que el hombre había llegado a una fase crítica en su evolución, Bergman se convierte en portavoz intelectual de su tiempo. En Persona (1966), obra maestra marcada por el psicoanálisis jungiano, reúne a Liv Ullman y Bibi Anderson, sus actrices fetiche, y sigue explorando el lenguaje cinético. Tras varios proyectos menores, dirige otra obra de gran enjundia, Gritos y susurros (1972), un estudio en blanco y negro de los últimos días de una enferma terminal de cáncer. Consciente del creciente poder de la pequeña pantalla, el cineasta sueco mantiene una relación fluida con el medio televisivo, para el que rueda, entre otras, Secretos de un matrimonio (1972) y La flauta mágica (1973). En 1982 anuncia su retiro de la pantalla grande al presentar su filme más autobiográfico, Fanny Alexander, en el que se aclaran retrospectivamente los grandes temas de su obra.

Su último trabajo fue Saraband (2003), cinta de la que Bergman fue guionista y director al mismo tiempo, y que narra un drama protagonizado por Liv Ullmann y Erland Josephson.