Cien clavos
Director: Ermanno Olmi
11 septiembre, 2008 02:00Raz Degan, progagonista.
El retraso en el estreno de películas como Cien clavos no hace sino proyectar sospechas sobre su condición de tostones legitimados por el prestigio de los festivales de cine, sin embargo, tal como es el panorama de la exhibición comercial, debería considerarse como un valor añadido que películas tan alejadas de las modas, de la superficialidad y la nada oficiales, acaben encontrando un pequeño resquicio por el que asomarse antes de pasar a la prematura posteridad del DVD. Sin duda, Cien clavos es una película atípica, cuando menos peculiar, como lo es el conjunto de la filmografía de su autor, el italiano Ermanno Olmi, un veterano cineasta surgido a la sombra del neorrealismo tardío y del cine político del que apenas se han estrenado en España media docena de títulos. Los más conocidos, El árbol de los zuecos (1978) y La leyenda del santo bebedor (1988), ganadores respectivamente de la Palma y el León de Oro en Cannes y en Venecia, dos propuestas llamativamente dispares, una ambientada en el campo y la otra en la ciudad, a finales del siglo XIX y en los ochenta del XX, ilustraciones complementarias y elocuentes de la evolución del cineasta.Con este nuevo trabajo que ahora se estrena prometió despedirse del cine de ficción para dedicarse exclusivamente al documental, aunque en cierto modo esa ha sido la naturaleza principal de la mayor parte de sus propuestas narrativas, reflejar la realidad y el lugar que ocupaban sus personajes dentro de ella. El protagonista de Cien clavos, un profesor que comete el sacrilegio de mutilar parte de los libros de una biblioteca como metafórica aniquilación física de las ideas, es un individuo en profunda crisis, en conflicto con el mundo y en busca de una identidad y de un equilibrio, que, según parece, sólo es posible encontrar en la sencillez primaria de la vida campesina, lejos del bullicio y el artificio urbano. Su comportamiento excéntrico, por momentos mesiánico, tiene sin embargo un carácter simbólico, espiritual, aunque la actitud de eremita, de santo visionario de este personaje que se retira al campo, a un pequeño pueblo a las orillas del Po para escuchar y escucharse, como en una paradójica misión evangelizadora, esconde sutiles matices irónicos, lo que fue interpretado en su momento como una beligerante provocación a la pomposidad de la cultura oficial. Olmi es, sin duda, un cineasta de otra época, de un tiempo en el que el cine intentaba envolver mensajes críticos bajo la envoltura de simple entretenimiento. Sus intereses como cineasta quedan patentes en el desigual acierto en la manera de plantar los actores ante la cámara.
La habilidad de Olmi, sin embargo, es abiertamente documental y por tanto atemporal, mientras que su sentido de la representación parece algo trasnochada, anticuada, ligada a los usos que fueron moda en algún momento de un pasado más o menos reciente. La mezcla desemboca en un resultado algo desequilibrado, irregular, cuando menos sugerente como propuesta a contracorriente, deudora exclusivamente del pensamiento y las convicciones éticas y estéticas de su máximo responsable.