Una escena de De dioses y hombres.
Tras Le petit lieutenant, vuelve el francés Xavier Beauvois a la cartelera con De dioses y hombres, una historia filmada con sencillez que retrata la brutalidad del fanatismo religioso.
Las dos sentencias, pese a su heterogénea apariencia, tienen mucho que ver entre sí; ambas de alguna forma constituyen el corazón de De dioses y hombres. Hablamos de la película de Xavier Beauvois (Auchel, 1967) que ganó el Premio del Jurado en la pasada edición del festival de Cannes; nos referimos a la cinta basada en la historia real de unos monjes víctimas del integrismo religioso que en los últimos meses ha adquirido la categoría de fenómeno en Francia.
Pongámonos en situación. Corre el año 1996 y una comunidad de frailes vive en un lugar perdido de Argelia dedicada a sus labores, digamos, humanitarias entre la población local. Un buen día, un grupo de mujaidines irrumpe en sus vidas. De golpe, los frailes cistercienses capitaneados por el personaje de Lambert Wilson han de decidir entre la realidad y el deseo; entre quedarse fieles a sus principios o huir conscientes de que la muerte (eso les espera si resisten) no es un principio, sino todo lo contrario.
La frase entrecomillada del principio -la de Pascal que habla contra el fanatismo creyente- es la que define este instante. En un momento dado, el padre Luc al que da vida el inmenso actor Michael Lonsdale la deja caer con toda su grave gravedad. ¿A qué se refiere en realidad? ¿A la ciega brutalidad islamista? ¿O es acaso el tozudo y agresivo victimismo mártir de sus compañeros lo que le hiere y delata?
Gestos cotidianos
Y es precisamente esta duda la que alimenta y hace que la película se mueva y conmueva. Beauvois, el enésimo 'enfant terrible' que ha dado el cine francés (recordemos la contundencia de No olvides que vas a morir, de 1995, o la solvencia de El pequeño teniente, de 2005), recurre a la pulsión de los gestos cotidianos y los dolores pequeños para componer un fresco de eso que a falta de una mejor definición podemos llamar simplemente vida.
La estrategia es sencilla: la idea es huir de cualquier tentación de estilo. Entre Bresson y la ausencia total de retórica, De dioses y hombres acierta a capturar de forma rigurosa y precisa el instante de tensión en el que se resuelve el instante decisivo y, aceptémoslo, vulgar que separa al héroe del cobarde. No hay retóricas, subrayados innecesarios, gestos extravagantes; simplemente hay hombres tan diminutos como dioses y dioses tan gigantes como hombres.
En una de las mejores escenas que se pueda contemplar en el cine reciente, la comunidad de monjes se enfrenta a algo así como su última cena. En el más riguroso de los sentidos. Todos reunidos alrededor de la inminencia de su fatal destino. Sin duda, la carga emocional y simbólica del momento admitiría todo tipo de enroques afectados, miradas arrobadas o frases tan lapidarias como la del catastrofista y voraz Pascal (en realidad, esta sentencia es la única concesión a la retórica en toda la película). Y, sin embargo, es el silencio atento a una vieja casete en la que se escucha El lago de los cisnes de Tchaikovsky el único argumento para golpear la mirada del espectador. No hay nada más preciso que la cámara a la altura de los ojos; nada más auténtico que el miedo cierto a la muerte. Cualquiera de ellas. Inmensa en su brutal sencillez. Sin estilo. Sin imposturas.