Enviado especial en Cannes



Con producción española de MediaPro, esta es la segunda parada de Woody Allen en París -la primera, breve, fue en Todos dicen I Love You-, un filme que es una hermosa y simpática carta de amor no sólo a la ciudad, sino a la historia de las artes parisina, a su magia y fantasía. A la manera de Manhattan, Midnight in Paris abre sin los habituales créditos en negro -algo muy infrecuente en el cineasta de Brooklyn- para componer una sinfonía visual (la música la proporciona Sidney Bichet) con imágenes de la ciudad de la luz. Un recorrido-turista por la capital francesa, de día y de noche, con sol y bajo la lluvia, mostrando sus tesoros arquitectónicos, sus rincones de ensueño. Después, un plano que replica los nenúfares de Monet. Es la puerta de entrada a una película sobre las fantasías de otras vidas que queremos vivir, y cuyo itinerario de turista se adentra sin complejos, sin temor a extraer sus mejores gags de los lugares comunes de la cultura francesa, en el pasado de París como capital de los artistas exiliados. Sí, la generación perdida de entreguerras.



El hechizo que produce París y su historia en Woody Allen -"si no viviera en Nueva York, sin duda viviría en París", asegura- es el que atrapa a Gil (Owen Wilson), un guionista de Hollywood con sueños y ambiciones literarias (está escribiendo una novela) que pasa unos días de vacaciones en la ciudad junto a su prometida (Rachel McAdams) y los padres de ésta. En uno de sus paseos nocturnos en solitario, un coche antiguo le recoge para llevarle a una fiesta. Se produce entonces la fuga a la fantasía, al cuento de hadas, a la magia que intermitentemente se cuela en el cine de Woody Allen y que ha dado lugar a varias de sus cintas más memorables: recordemos Alice, Sombras y niebla, Zelig, La rosa púrpura del Cairo, La comedia sexual de una noche de verano...



A partir de cada medianoche, coincidiendo con las campanadas, vivirá una vida de bohemia codeándose con las ilustres figuras de aquella mítica "edad de oro" del arte: Scott Fitzgerald (Tom Hiddleston) y su mujer Zebra (Alison Pil), Ernest Hemingway (Corey Stoll), Gertude Stein (Kathy Bates), Salvador Dalí (Adrien Brody), Henri Matisse, T. S. Eliot, Luis Buñuel, etc. En sus viajes en el tiempo a esa vida soñada, de fiesta en fiesta, bailando Charleston y escuchando a Cole Porter, brindando con champán y bebiéndose la mágica noche parisina hasta que las luces de la mañana le devuelven al presente, se enamorará de Adriana (Marion Cotillard), musa de Picasso -que también tuvo romances con Modigliani y Braque-, y le hace replantearse su vida, darse de cuenta de cómo sus sueños literarios juveniles murieron ahogados por la satisfacción de una vida acomodada en Hollywood.



Las mejores notas de humor de Midnight in Paris proceden precisamente del reconocimiento, de cómo Woody gestiona los tópicos alrededor de los mitos del arte (el retrato de Hemingway, que aparece acompañado de Belmonte, salmodiando sobre la honestidad del escritor y agarrado a una botella de whisky, es realmente paródico), y el retrato de aquel pasado encuadernado en los estantes de la famosa librería Shakespeare & Company (que, por supuesto, Woody no se priva de filmar), cuando París era una fiesta. En determinado momento, el presente y el pasado se entrecruzan (Gil compra un diario de Adriana en un puesto de libros viejos junto al Sena, y la guía turística interpretada por Carla Bruni, que apenas aparece brevemente en un par de escenas, le traduce lo que ella escribió sobre él hace noventa años), y Woody introduce una broma a costa de El ángel exterminador, dando a entender que Gil le dio la idea a Buñuel muchos años antes de que hiciera el filme. La reunión en un bistro del escritor norteamericano con los surrealistas -Dalí, Buñuel y Man Ray- construye sus gags a partir de la obsesión del pintor de Cadaqués con los rinocerontes. Se produce en este relato sorprendente, que no se agarra firmemente a ninguna trama sino que se concentra en la construcción de ambientes, una segunda fuga en el tiempo dentro de la dimensión nocturna de los años veinte, una fuga que nos recuerda a Max Ophüls, cuando un carruaje recoge a Gil y Adriana para trasladarles al Moulin Rouge de finales del siglo XIX, donde comparten mesa con Toulouse-Lautrec, Degas y Gaugin.



El autor de Balas sobre Broadway, cuya fascinación por los años veinte ya ha evocado en otros filmes, pone así en escena, con simpatía y ternura, sin pretensiones mayores y bajo la coartada de la fantasía, un parque temático que se construye a partir de los tópicos de la generación perdida. Una generación con la que, de algún modo, debe sentirse cercano. Como ellos, Woody es también un artista norteamericano en el exilio europeo, que con Midnight in Paris ha firmado su séptimo largometraje consecutivo rodado y producido en Europa.