Solo Touré, en Naufragio

En su debut con La influencia, Pedro Aguilera mostró que no le teme a los saltos al vacío. Con Naufragio rompe los clichés del cine de inmigrantes en un filme de contenido místico.

Los mimbres de Naufragio son de sobra conocidos por el cine español. Un subsahariano exhausto en una playa, trabajadores ilegales en los invernaderos de Almería y en las fundiciones del País Vasco, instantes de brutal incomunicación familiar... En apariencia, nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, el segundo largometraje de Pedro Aguilera (San Sebastián, 1978), quien entregó con La influencia (2007) una insustituible ópera prima seleccionada por la Quincena de Cannes, es un rara avis, una especie única en la maleza de la producción española.



Aguilera subvierte los tópicos del filme de inmigrantes, entierra lugares comunes para extraer fragmentos de cine alegórico, valiente y exclusivo. Para que nos entendamos: Naufragio no aborda los clichés cinematográficos del inmigrante que cruza el estrecho en patera y viaja al norte de la península en busca de una vida mejor, convirtiendo un personaje en un "fenómeno social" o una figura genérica. El Robinson (Solo Touré) de Naufragio, porque así, irónicamente, se llama su protagonista -en realidad un robinsón a la inversa, como si su amigo Viernes naufragara en suelo europeo para tomarse la venganza poscolonialista-, es un hombre con una misión, una fuerza misteriosa que el cartel del filme retrata como una figura icónica.



No es Naufragio un relato de supervivencia realizado desde cierta "conciencia" política, sino un viaje espiritual realizado desde la joven sabiduría de un cineasta que entiende su oficio a partir de un profundo compromiso con las formas y los simbolismos del cine que le precede. Las imágenes de Naufragio remiten a veces a una película de Jacques Tourner o de Pedro Costa, a veces a un filme de Jean Rouch destilado por el onirismo de David Lynch. En su retrato costumbrista de los lugareños pasa de puntillas por el estereotipo nacional de Furtivos y La caza (la España del ordeno y mando, de la amargura enquistada), mientras que la insondable espiritualidad de la película -el vudú africano juega un papel determinante- nos propulsa a los tránsitos hacia lo invisible que buscaron cineastas como Dreyer y Bresson. Una película de varios tonos -puede que algo automáticos, pero efectivos del modo en que conviven-, que invita a descifrar su enigma en los silencios y la seguridad interior que emana de Robinson, un imperturbable rostro de ébano que en ocasiones entra en trance, como un chamán poseído por fuerzas sobrenaturales.



Energías ancestrales

Los conflictos de Robinson en su odisea por la península son de origen cultural, o si se quiere, metafísicos, pero nunca sociales o económicos. El protagonista no es víctima de la marginación ni pasa hambre. Incluso genera afecto, compasión y deseo sexual a su alrededor. Sólo escuchamos la voz del enigmático Robinson cuando habla con una ausencia superior. Aguilera especula con la posibilidad de que la energía ancestral de muchos inmigrantes que proceden de culturas basadas en la magia, como Togo o Nigeria, devuelva a nuestra civilización una pulsión mística anulada hace siglos por las fuerzas materialistas del progreso. Este difícil intercambio entre lo anímico y lo terrenal se traduce al tránsito que propone la película, tan extraño y audaz como misterioso, siempre a punto de naufragar en su exploración por mitos y códigos desconocidos hasta ahora por nuestro cine. Como su tenaz Robinson, Aguilera logra cruzar sano y salvo el océano.