Ava Gardner, centro de La noche que no acaba
Realizado como un encargo para la televisión, llega hoy a la pantalla grande La noche que no acaba, un documental sobre Ava Gardner en el que Isaki Lacuesta vierte su idea del cine como testigo del tiempo.
Filmar, por encima de todo. Filmar incluso de encargo. En un país de burbujas autorales, donde la firma y el sello personal están tan hipervalorados como los pisos y los puestos políticos, se agradece el gesto de un cineasta de aceptar un encargo televisivo y encararlo con la misma entidad y firmeza que una de sus películas personales. La noche que no acaba, pese a su estreno en cines, no oculta ni su origen ni su vocación primera: la de ser un documental televisivo, una biografía sobre Ava Gardner en España, donde vino a rodar Pandora y el holandés errante, de Albert Lewin, en el pequeño pueblo de Tossa de Mar. Sin embargo, la voz de Lacuesta resuena bajo todo el trabajo, al que somete a un proceso de hibridación entre el documental convencional y cierto cine ensayístico: puntos de fuga, rupturas en la narración (que se reparten las voces de Ariadna Gil y Charo López), pequeñas fisuras en el formato que permiten a Lacuesta abordar la idea del cine como testigo impávido del tiempo y sus huellas en el rostro y la carne. Una idea que Lacuesta había explorado ya en su cortometraje Teoría de los cuerpos (2004), retratos en blanco y negro de ancianos desnudos, y que trabaja en La noche que no acaba a través de las películas que, en el tiempo, van retratando el declive físico de un rostro magnético, el del "animal más bello del mundo", azotado por una vida implacable.
Televisión experimental
Una de las grandezas de la película reside en el puente que establece, de manera muy sutil, entre la televisión y ciertas prácticas del cine experimental que en rarísimas ocasiones se asoman a las pantallas del hogar. En este contexto puede sonar hereje citar El informal, aquel programa presentado por Javier Capitán y Florentino Fernández, pero lo cierto es que algunas de las prácticas de montaje que El informal puso en práctica (ralentizados, repeticiones de fotogramas hasta pervertir su sentido original) procedían de cineastas experimentales como Joseph Cornell, Matthias Müller o Martin Arnold, convenientemente procesadas y trituradas para el consumo masivo. Parece un acto de justicia poética que la película de Lacuesta venga a recuperar esas mismas prácticas en su primer trabajo televisivo.
Así, donde el ojo de un espectador puede encontrar técnicas normalizadas por la televisión, Lacuesta está reivindicando una tradición de documental de montaje, muy cercano al experimental, que trabaja sobre las imágenes de archivo para extraer de ellas ideas ocultas, para pervertirlas en busca de significados novedosos, subrayando el montaje como motor intelectual del cine: un beso que se congela hasta convertirse en imposible, un rostro enfrentado a sí mismo, muchos años después, decaído y viejo. Y es ahí donde Lacuesta demuestra que otra televisión es posible.