Isaki Lacuesta recogió la Concha de Oro del festival. Foto: Montse G. Castillo

Los jurados son ese grupo de personas dispares cuyo impredecible criterio suele dejar desconcertado a más de uno. Se equivocan con frecuencia pero de vez en cuando aciertan. Esta noche, en San Sebastián, el presidido por la actriz Frances McDormand ha hecho justicia con una película absolutamente atípica pero bellísima: Los pasos dobles, de Isaki Lacuesta, es un ejercicio cinematográfico deslumbrante y a medida que han ido pasando los días sus poderosas imágenes, lejos de haberse desvanecido de mi memoria, cosa fácil cuando uno ha visto varias películas más a ritmo de tres diarias como mínimo, se han ido haciendo fuertes, confirmando con ese poso que esa primera impresión no era un espejismo sino fruto de su propia grandeza. Es muy difícil explicar con palabras de qué va Los pasos dobles porque el director catalán realiza con ella poesía y no narrativa, y la poesía pertenece al territorio del alma y no de la cabeza. Rescata la peripecia del escritor y pintor francés François Augiéras, un artista atípico que realizó una suerte de Capilla Sixtina en Mali y la clausuró para que los hombres del futuro pudieran disfrutarla.



A partir de aquí, con la complicidad de Miquel Barceló, Lacuesta (Gerona, 1975) se dedica al surrealismo y la belleza, aportando una atípica mirada sobre Africa que fascina y conmociona. Lo conté ya en la crónica de ese día, la capacidad hipnótica de momentos como la aparición de los albinos o el maravilloso final, que te deja conmovido y bendecido, dan buena cuenta de las muchas virtudes de una película que, como ah dicho el director en la gala de clausura, no es ni mucho menos tan rara como se ha dicho. Habrá tiempo en su día de analizar en profundidad los muchos logros de un filme que estoy ansioso por volver a ver para comprender mejor sus muchos recovecos y misterios. Ante la incomprensión de determinada crítica, es una alegría inmensa comprobar que el buen cine tiene premio, que el talento brilla contra los prejuicios. El acierto de esta Concha de Oro termina por rubricar una edición del Festival de San Sebastián mucho mejor que las anteriores y muy prometedora sobre el nuevo liderazgo de José Luis Rebordinos.



El resto de premios ofrecen, con algunos olvidos perdonables, una panorámica bastante fiel de lo que ha sido esta edición del Festival donostiarra. El Premio Especial del Jurado ha reconocido la indiscutible gracia de Le Skylab, de Julie Delpy, una película con tan pocas pretensiones como valiosa. Una reunión familiar en el año 1979 le sirve a la directora y actriz francesa para realizar un divertidísimo estudio de personajes que provoca carcajas continuas sin insultar a la inteligencia, algo tan difícil como infrecuente en el cine actual. La sorpresa, siempre la hay, ha sido el doble premio (Concha de Plata a Mejor Director) para el griego Filippos Tsitos por Un mundo injusto, una fábula sobre un policía empeñado en que la vida sea un poco más justa que no entusiasmó a nadie cuando se pasó. Los caminos de los jurados, ya se sabe, son inescrutables. Y todo el mundo habla maravillas de la interpretación de María León, premiada como mejor actriz, en La voz dormida, donde da vida a la sufriente Pepita, esa mujer de la posguerra civil dispuesta a todo para que se posponga la ejecución de su hermana embarazada.



El premio al mejor actor en justicia debería haber recaído en José Coronado por su trabajo en No habrá paz para los malvados, película que nadie dudaba que se llevaría algún galardón y que se va, injustamente, de vacío. Sin embargo, esa Concha de Plata a la mejor interpretación masculina ha sido para Antonis Kafetzopoulos, de nuevo por Mundo injusto. Otros premios a destacar como el de Mejor Guión para Kore-Eda por Milagro o el de mejor fotografía para la película sueca Happy End, una disección sobre los males de la acomodada sociedad occidental. Destacar también que los premios del público han sido para The Artist, brillante recuperación del cine mudo, e ¿Y ahora, adónde vamos?, de Nadine Labaki, una fábula sobre la complicada situación que se vive en Líbano.



El Premio Nuevos Directores recayó en el filme alemán The River Used to Be a Man, donde el joven Jan Zabeil describe con guiños al cine documental la ambigua relación entre el hombre y la naturaleza. Finalmente, el Premio Horizontes Latinos fue entregado por el presidente del jurado, Juan Diego Botto, a Las acacias, dirigida por el argentino Pablo Giorgelli en coproducción con España y que ya ganó la Camera d'Or en el festival de Cannes. Los premios de la sección oficial han sido dados a conocer en la gala de clausura del certamen cinematográfico donostiarra que, por primera vez, desvela el palmarés en esta ceremonia, celebrada en el Palacio Kursaal, y que ha estado presentada por las actrices donostiarras Bárbara Goenaga y Marta Etura.



Películas de clausura

Las dos ultimas películas vistas en San Sebastián, la comedia negra Intocables y el thriller violento de Estados Unidos, Drive, han dado buena muestra de los dos extremos entre los que ha oscilado un Festival en el que se han dado ambos extremos. La francesa Intocables, de Eric Toledano y Olivier Nakache, es una de esas películas que los americanos llaman "feel good movie". Basada en una historia real, habla de la amistad entre un multimillonario y su enfermero negro. Se trata de abordar la compleja cuestión de la discapacidad desde un punto de vista irónico que roza lo políticamente incorrecto aunque no hay que dejarse engañar por chistes como "no nos movemos, sobre todo él" recitados por el asistente en referencia a la inmovilidad total de su paciente ya que en la película predomina la defensa acérrima de los buenos sentimientos.



Drive, por su parte, comienza pareciendo una anodina película deportiva sobre un joven, el últimamente omnipresente Ryan Gosling, un piloto de coches dotado de un enorme talento, para convertirse en una película de una violencia brutal que se acerca al gore. Hay mucho buen cine en esta película de Nicolas Winding Refn rodada de forma ciertamente original (la escena del ascensor es antológica) y mucho más profunda que la mayoría de cintas de acción del género. Vista ésta y la también ultraviolenta Rampar, queda claro que el ayuntamiento de Los Ángeles no ha patrocinado el festival ya que en ambas dan ganas de no visitar jamás la ciudad estadounidense a no ser que uno esté ansioso porque le peguen un tiro o le aplasten la cabeza.



Con los premios y estas dos películas ha concluido un Festival de San Sebastián mejorable pero más que digno y desde luego muchísimo mejor que el del año pasado. El palmarés ha olvidado otros títulos de altura como la portuguesa Sangre de mi sangre, la británica The Deep Blue Sea o la española No habrá paz para los malvados sin olvidar los muchos méritos del regreso de Arturo Ripstein a la dirección con la demoledora Las razones del corazón. La calidad media ha sido alta y en Zabaltegui ha podido verse buena parte de lo mejorcito del cine mundial actual. Y como tendencia, esa disparidad señalada antes. Mientras la película de Nadine Labaki propone un regreso a la solidaridad y el buen rollo para superar las diferencias, eso en un país tan cruel como Líbano, ya no digamos la película de Kaurismaki, El Havre (el mejor título visto estos días), Le Skylab, donde se defiende que incluso los de ultraderecha pueden ser buenas personas, o la mencionada y muy positiva Intocables, otros filmes de gran calado como la americana Shame, brutalidad emocional hasta el último extremo, o el filme de Urbizu, entre otros, se mueven en terrenos cercanos a una visión de la realidad desesperanzada y brutal hasta sus últimas consecuencias. El ejemplo de cómo la primera tendencia puede convertirse en desolación está en la griega Un mundo injusto, donde los buenos deseos del policía con buenas intenciones se tornan en cruel metáfora de lo injusta que es la vida, valga la redundancia con el título.



Ha habido buen cine en San Sebastián y el año que viene uno espera que además de mejorar la calidad media también veamos a más estrellas de relumbrón pasearse por la Concha. Aunque sólo sea para que los adolescentes que todos los días esperan un autógrafo delante del María Cristina se vayan contentos a casa. Ya no digamos los periodistas, tan sufridos en estos tiempos que corren y deseosos de mandar a la redacción una entrevista de campanillas.