Un mago como Tati protagoniza El ilusionista, de Sylvain Chomet.



Si la resurrección fuera posible, ¿no trataríamos de devolver la vida a tipos como Buster Keaton, como Charles Chaplin, como Jacques Tati? ¿No sería interesante comprobar de qué modo sus lenguajes corporales, sus muecas y acrobacias cómicas concebidas para la gran pantalla se instalan en el cine contemporáneo? ¿Tendrían hoy sus películas el mismo "efecto mágico"? Puede que la tecnología digital ya permita replicar los moldes de cualquier actor del pasado y hacerlo revivir en la pantalla, pero como demuestra la rigidez del joven Jeff Bridges en la reciente Thorn, los resultados aún dejan bastante que desear. La virtualidad, además, es siempre más poética (y más barata) si se expresa en el tradicional universo de los dibujos animados. Un territorio artesanal en las antípodas del imposible fotorrealismo, pues cualquier simulacro de Tati en carne y hueso, como el empleo de un actor-imitador, estaría abocado al fracaso.



Una convicción similar es la que comparte la encantadora película El ilusionista, dirigida por Sylvain Chomet, responsable de esa joya de la animación titulada Bienvenidos a Belleville (2003). Tras su éxito ya florecieron los comentarios sobre las conexiones entre Chomet y Tati (en el humor, en la tristeza, en la elegancia), de manera que parece algo natural que Sophie Tati, la hija menor del autor de Playtime, le entregara a Chomet el guión inédito de El ilusionista, que Tati escribió en los años cincuenta, antes de que su alter ego Monsieur Hulot se convirtiera en un éxito mundial. El prestidigitador que protagoniza El ilusionista, llamado Tatischeff, no remite al desastrado Hulot, sino más bien a un avatar del propio Tati, ese caballero francés de la triste figura, con su silueta alta y encorvada, la pipa siempre en la boca, pantalones muy cortos y abrigado generalmente con gabardina.



Su historia es la de tantos artistas sin suerte. De un agujero a otro, de un escenario al siguiente, Tatischeff representa con letanía sus trucos de magia delante de un público inconsiderado. Encuentra una fan en Escocia, una niña muy pobre que lo idealiza, y de la que Tatischeff se hará cargo, alimentándola, vistiéndola y dándole hospedaje. Los años cincuenta darán paso a los sesenta, la niña cruza su adolescencia sin separarse del mago, que sigue interpretando su modesto espectáculo, pero los locales donde solía actuar ya sólo están interesados en los grupos pop. Chomet lleva a la pantalla esta historia prácticamente muda -concebida para filmar en acción real- con una ligereza extraordinaria, una tristeza aún más penetrante que la de Hayao Miyazaki.



El ilusionista es una carta de amor de un padre a su hija con un permeable sentimiento de nostalgia y de desencanto vital. En cierto modo, el film representa el acto final en la carrera de Jacques Tati, un poco a la manera en que Chaplin realizó Candilejas (1952) como tributo a los cómicos en extinción. La belleza, la ternura y los buenos sentimientos brillan en la superficie del filme, que huye del sentimentalismo, pero esconden un despiadado autorretrato. Tati había abandonado a su hija mayor, Helga Marie-Jeane Schiel, cuando era una niña, y el proyecto era el regalo con que el cineasta pretendía redimirse.



En todo caso, la emotiva historia que narra El ilusionista y, sobre todo, el modo en que el animador Laurent Kichner la pone en forma -con gran detalle, lírica y encanto caricaturesco, con movimientos desgarbados y tonos melancólicos-, consigue atrapar con asombrosa precisión poética el espíritu de Tati, el de su cine y el de su persona. Es hermoso que una película cuya narración niega objetivamente la existencia de la magia (los trucos de un prestidigitador que la niña ve como actos sobrenaturales) logre precisamente convocar el milagro de la resurrección en la pantalla. Una clase de magia que alcanza a espectadores de cualquier edad.