Alberto Iglesias
Históricamente, en España, a los músicos y poetas se les mataba contra la tapia o de hambre. El idilio con nuestro cine duró desde que estalló la Movida hasta los Goya que tomaron las calles, cuando durante la II Guerra del Golfo los B-52 plancharon la ciudad de las Mil y una noches. Hoy, la bula con la que el gentío ataca al cine español enturbia cualquier análisis. Hay cuentas pendientes que saldar y está la mirada vengativa de quienes se sienten ultrajados por las posturas ideológicas de ciertos cineastas, el rollo cutrelux de la piratería y sus retóricos guerrilleros. Al fondo, como un iceberg desamortizado de argumentos, varado en el imaginario, sopla el monstruo de las subvenciones. Las justificadas y las que no. Las que ayudan a que el resto del mundo rinda culto a un cierto cine patrio, difundiéndolo, las que sirven para pelear en precario contra el gigante de los USA, las que reparten caramelos al más torpe y las que corren de artículo en artículo cual mantra automático y deleznable.Ajeno a estos y otros rollos algunos profesionales han construido una carrera asombrosa. Es el caso de Alberto Iglesias. Hacedor de bandas sonoras. Compositor elegante, moderno y limpio. Ha puesto melodía, músculo invisible, tinta roja, a la juventud de Médem y al clasicismo de Almodóvar, al Che de Soderbergh y a las palabras de John Malkovich. Hoy, 24 de octubre, es galardonado en el festival de cine de Hollywood. La ciudad donde Bukowksi ejercitó su polla y maleó su hígado, el far-west de las putas, los policías corruptos de Ellroy y los desnudos de Marilyn, rendida ante el compositor de San Sebastián, el hombre que escribió las partituras de La muerte de Mikel, Vacas, Carne trémula, Todo sobre mi madre, Hable con ella, El jardinero fiel, Volver, También la lluvia o La piel que habito, que acaba de presentar en Nueva York acompañado de Pedro, Banderas y Elena Anaya. Su currículum comprende dos entorchados del Cine Europeo, nueve Goyas, un World Soundtrack y varias nominaciones a los Óscar, los Globos de Oro y los BAFTA. Aunque los premios, especialmente los de largo recorrido, los que celebran varias obras, como el de Hollywood, suelen interpretarse como anticipaciones del final, homenajes con olor a póstumo, asegura estar "Vacunado contra el narcisismo. Siempre voy poco a poco. Está bien el reconocimiento, es un subidón que te alimenta, cómo no, pero conviene seguir trabajando". Acaso la solución sea, como siempre, acumular nuevos encargos, aceptados sin mucho tiempo, con la soga de la entrega como un nudo corredizo. "Es que es lo normal. Nunca disponemos de más de dos meses o dos meses y medio. En cualquier caso estoy acostumbrado al estrés. Al final llegas por los pelos. Y si no te sale bien puedes engañarte diciendo que fue por falta de tiempo... Bueno, yo trato de prepararme. Leo el guión. Hablo con el director. Procuro aislarme. Soy consciente de que cada proyecto es un viaje y hay que planificarlo. Cuando empiezo mi tarea lo primero es crear un eco, algo que resuenen por todo el metraje. Eso va progresando y a medida que avanzas desaparece hasta hacerse soluble en la película. A veces es inmediato y otras alcanzas el desarrollo final por depuración".
Preguntado por la forma de trabajar de los distintos directores, coincide que Almodóvar, con el que le une una relación antigua y fructífera, "Es muy escrupuloso y al mismo tiempo muy confiado. Quiero decir que te ayuda, te aconseja, y al mismo tiempo te deja margen para que improvises, para que sigas tu instinto. Sus obras tienen muchos ángulos, y sí, a veces mis obras requieren correcciones, pero él nunca silba el paso, no me impone. Es el director con el que más he trabajado y con el que más me arriesgado. Hemos tomado muchos riesgos, sí. Buscamos renovarnos, evitar lo que ya hicimos. Y luego está Agustín, su hermano, que es un productor modélico, con mucha sensibilidad y muchísimo conocimiento del negocio". La piel que habito, su última colaboración, mantiene según Manohla Dargis, del New York Times, las constantes del cine del manchego, "técnica lapidaria, calculada perversidad y retorcida inteligencia". Penetrar en sus oscuridades, ¿resultó complicado? "No sigue los patrones habituales ni una narrativa convencional. Ha supuesto un trabajo de invención completo. Pedro tiene un sentimiento casi utópico hacia la música. Cree que lo puede todo. Eso es lo que más me motiva. Yo, a su lado, he aprendido a hacer cine. Tradicionalmente la compasión es el elemento vertebrador de las bandas sonoras, crear empatía con los personajes, subrayar su humanidad. Con esta cinta hicimos algo distinto. Aquí lo que importaba, lo que quería alimentar, era la resistencia, el salvarse, hacer ver que hay una posibilidad al fondo del túnel, tan inquietante, para alcanzar la redención".
El nombre de Alberto Iglesias es el de un consagrado. Su leyenda crece cinta a cinta. Agigantada en un país carnívoro. Con una historia atroz que debiera remitir en crueldad y no lo hace. Que cultiva la crema de los celos y observa de reojo los parabienes que reciben sus hijos más allá del océano. Se ha acercado al Cervantes de Nueva York sin levantar la vista. Eclipsado por el tornado Almodóvar, tímido, pero durante el pase del miércoles, en el Lincoln Center, Sting se le acercó asombrado y le pidió que le explicara esos centelleantes arreglos de cuerda. La anécdota no la contó él, claro, porque intuye que es mejor pasar desapercibido, sino Pedro, su amigo, orgulloso de contar con el hombre callado, que a los mandos de la orquesta sufre una metamorfosis y es poseído por el fantasma de Bernard Herrmann o Nino Rota.
¿Qué opina de los batallones que tachan el cine español de sobón, corrupto y mediocre, de vivir colgado del grifo del dinero público? "Ha habido un malentendido y se ha creado la imagen de que se hacen películas incomprensibles. Es una faena. Se ha exagerado lo de las subvenciones. No son mayores que las que reciben los museos o las orquestas. Creo en el libre mercado y también en que el Estado apoye a la cultura, que la estimule. Nuestro cine se ha visto en la mira de mucha gente por cuestiones ajenas a su calidad. En España se hacen cosas malas, regulares y buenas, y a veces olvidamos lo difícil que es competir contra los EEUU, así como los beneficios, de promoción de un país, de creación de una marca, que reportan las películas". Si le preguntas por sus comienzos explica que tuvo suerte: "entonces nadie o casi nadie quería hacer bandas sonoras. Para mí fue como entrar en el cine sin pagar la entrada. Ahora hay mucha más competencia, más posibilidades, quizá sea más difícil para los que empiezan, no sé, cada uno tiene que arrancar conversando con los cineastas de su generación".
La charla arrancó en las butacas del Cervantes, al poco de concluir la rueda prensa. Seguimos por teléfono. El horario salvaje de promociones lo había obligado a salir corriendo. No hay problema. Alberto, el chico de 56 años, que en sus ratos libres musica a Ezra Pound y James Joyce, te dará su número y responderá tranquilo, bondadoso, paciente. Habla de su oficio como si fuera un panadero. Sin darse pote ni esquivar los ganchos. Ha estudiado con los mejores, con Montxo Armendáriz, Imanol Uribe, Bigas Luna, Fernando Meirelles o ese genio llamado Tomas Alfredson, que en 2008 regeneró el mito del vampiro con la alucinante Let the right one in. Recorrerá la alfombra roja de L.A. junto a la guionista Diablo Cody, el productor Letty Aronson (Midnight in Paris) y los divos George Clooney y Glenn Close. Pasará desapercibido porque su fiebre se enciende y apaga con el crujido de los bafles, entre el arranque y los créditos de las películas, allí donde las deflagraciones musicales acolchan el deambular de los actores. Su timidez es la coartada del que no quiere ni sabe acaparar los focos. Si fuéramos adictos al tópico escribiríamos que su trabajo habla por él. Como no lo somos, diremos que su trabajo embruja. O que ahora, mientras remato la pieza, suena en el reproductor una banda sonora suya. Soberbia cuando acompaña imágenes y muy capaz de sostenerse desnuda, sin otro aparataje que el mero remar de los instrumentos, en un silencio coloreado o cacofonía melódica que anticipa nuevas y jugosas creaciones.