Tilda Swinton y John C. Reilly en Tenemos que hablar de Kevin.
Ocho años después de 'Morvern Callar', cuando la industria casi la había dado por desaparecida, la directora escocesa Lynne Ramsay regresa con 'Tenemos que hablar de Kevin', el controvertido y perturbador relato de la imposible educación de un homicida en potencia. Protagonizado por Tilda Swinton y John C. Reilly, el filme, que compitió en Cannes, se hace eco de la masacre de Columbine a través de un inquietante retrato de la naturaleza del mal.
Pero no. La brillante, celebrada promesa del cine independiente británico en los años noventa no había desaparecido del mapa. Lo demostró en el pasado Festival de Cannes presentando a concurso un filme tan controvertido por su tema como por sus formas. Una de esas obras que conscientemente huyen de las reacciones indiferentes, que apelan al entusiasmo o al rechazo, que generan un malestar y un desasosiego inevitables. Tenemos que hablar de Kevin, basada en la novela de formato epistolar de Lionel Shriver -de la que Ramsay y su co-guionista Rory Kinnear han limpiado cualquier trazo de voice-over-, adopta una estructura en puzzle tomada por los flashbacks para ilustrar la naturaleza de un sociópota con instintos homicidas. La tragedia que va esbozando la trama, como si fuera una emulsión fotográfica, es tan explosiva que quiebra el tiempo en mil pedazos.
"¿Por qué?", pregunta Eva (Tilda Swinton) a su hijo Kevin (Ezra Miller) en los primeros compases del filme, cuando le visita en la cárcel. Esa misma pregunta es la que plantea Ramsay al espectador en su construcción intermitente de la barbarie. La información emerge en pequeñas y salteadas dosis, revelando no sólo la marginación y la humillación social que padece una mujer en su vecindario, sino sobre todo cómo la educación social y moral que trata de inculcar una madre indefensa a un hijo de carácter demoníaco está condenada al fracaso.
"La idea de una madre a quien no le gusta su hijo, y viceversa, venía rondándome la cabeza desde hace tiempo -explica Ramsay-. Es una situación mucho más habitual de lo que imaginamos, de la que apenas se habla, y que el cine casi no ha tratado. Creo que es un tema tabú porque arroja preguntas muy incómodas". Por ejemplo: ¿está una madre obligada a querer, es más, a comprender a su hijo psicópata? ¿La naturaleza del mal está predeterminada en los genes? Perverso y manipulador, Kevin revela desde muy pequeño su satánica inteligencia, sus cualidades de homicida en potencia. Personaje de una sola pieza, encarnación algo maniquea de la perversión, su destino, como el de todo el relato, está predeterminado.
Fachada y representación
Como si fuera un cruce improbable entre Elephant y La profecía, con algunas notas melodramáticas de Douglas Sirk, el filme de Ramsay es tanto una historia de amor perversa como un thriller psicológico y una suerte de película de guerra doméstica. Describe con inquietante frialdad la confrontación psicológica a lo largo de los años entre Eva y Kevin, desde que éste nace hasta que, en la pubertad, comete una masacre con manifiestas resonancias a los crímenes del instituto Columbine, y que tanto Michael Moore como Gus Van Sant llevaron a la pantalla. Mientras el primero tomó la matanza como pretexto para denunciar la libre posesión de armas en Estados Unidos, y el segundo recreó los acontecimientos potenciando las poéticas del silencio y del minimalismo, Ramsay se adscribe a los códigos de un drama familiar filtrado por la crónica negra, cuyo título-advertencia vertebra su postura moral. "De hecho quise titular la película Performance -asegura la directora-. Porque de eso trata esencialmente la película, de fachada y representación. El padre [interpretado por John C. Reilly] mira hacia otro lado, la madre realmente no está ahí, y el hijo manipula a los dos a su antojo. Es un drama familiar clásico llevado a sus extremos".Esos extremos ocultan también la poderosa vertiente autobiográfica del filme, si bien Ramsay respeta el marco geográfico de la novela, una comunidad suburbial de Estados Unidos. "Había una tensión especial entre mi madre y mi hermano -recuerda Rampsay-. Creo que ella a veces le odiaba, y él a ella también. Podías detectar una mirada en su rostro que decía: ‘¡Maldito cabrón! No me gustas'. Pero siempre le acogía de vuelta. Mantenían esa especie de co-dependencia primaria que hay en toda relación madre e hijo. Y eso definitivamente me condujo a Eva y Kevin".
La apariencia no lo indica, pero hay varias capas de lectura en el filme. Desenhebrando el ovillo de la trama, Ramsay pone especial atención en la expresividad de la puesta en escena, en la introducción de disonancias temporales con un claro sentido dramático, en el empleo psicológico de colores que acogen toda la gama del rojo (aunque hasta la escena concluyente no asoma una gota de sangre), en unas interpretaciones tan austeras como elocuentes lideradas por una Tilda Swinton que parece haber nacido para encarnar a Eva. ¿Por qué?, pregunta ella a su hijo. "El motivo es que no hay motivo", responde Kevin. La respuesta de Ramsay a la perversa naturaleza del mal.