Tom Hanks y Thomas Horn en Tan fuerte, tan cerca.

La nueva entrega del director Stephen Daldry, 'Tan fuerte, tan cerca', basada en el bestseller de Jonathan Safran, pone al descubierto los peores defectos de un tipo de cine "de prestigio" que busca el Oscar con un descaro que en ocasiones roza la impostura.

Decir que el 11-S ha determinado el mundo en el que vivimos es muy parecido a no decir nada. O, si se mira desde el ángulo contrario, es tan básico que en esa frase se encierra la posibilidad de poder proferir cualquier otra sentencia con sentido. En definitiva, la frase "El 11-S ha determinado el mundo en el que vivimos" posee el mismo valor que la sentencia "La nieve es blanca" en la concepción semántica de la verdad según el matemático Alfred Tarski. Con perdón. Sólo desde ahí existe la posibilidad, cercana o lejana, de comprender nada.



En correspondencia, sabedor de la gravedad del asunto, el cine se ha acercado hasta ahora con mucha cautela al mayor de los acontecimientos planetarios. Quizá, sólo el desparpajo casi inconsciente de Spike Lee en La última noche ha sido capaz de siquiera tocar la piel que abrasa del más doloroso y vivo de los recuerdos colectivos. Por ello, se esperaba con ganas a Stephen Daldry (el director de Billy Elliot, Las horas y El lector) y su adaptación de una novela de Jonathan Safran Foer.



Si se quiere, Tan fuerte, tan cerca es el primer intento del gran Hollywood, del Hollywood de los Oscar y el cine de prestigio, sobre el asunto. Y, para adelantar el desenlace, digamos que el desastre es de tal dimensión que ofende. Lo lamentable no es el descaro con el que la película busca el reconocimiento del espectador; lo doloroso no reside en el empeño constante por encontrar la complicidad sentimental con el patio de butacas, lo que molesta, como casi siempre, es la impostura.



Básicamente, de la mano de Tom Hanks, Sandra Bullock y el niño prodigio Thomas Horn, se trata de recorrer la geografía sentimental de una ciudad fracturada. El problema no es lo azaroso de un argumento incapaz de resultar medianamente verosímil un solo instante; lo grimoso no es la voluntad de lirismo más allá del sentido común; lo más trágico no es la desconcertante Arcadia en la que supuestamente vivían los ciudadanos de Nueva York antes de que el cielo se rompiera sobre sus cabezas. No, lo peor es el sentimentalismo, expresión máxima de la falta de decoro, la impostura decíamos antes.



Quizá, por la dictadura del sentimiento en la que vivimos, tendemos a creer que la emoción es siempre algo noble. Cualquier estupidez si hace llorar es bienvenida. No importa lo que piense nadie, sólo damos valor a lo que siente. Y sobre este convencimiento construye su película Daldry. Cada plano, cada línea de guión, cada gesto responde a la muy discutible intención de la lágrima. Eso sí, que nadie se confunda, la cinta se esfuerza en todo momento en parecer inteligente, ocurrente, brillante... Y, claro, llega un momento que irrita.



La estrategia consiste en hacer sentir bien al público; que, a pesar de estar contemplando un melodrama sin fuste, piense, merced al brillo del barniz caro, que eso es sublime. Es imposible ver Gran Hermano sin sentirse culpable, pero nos podemos tragar Callejeros, que es lo mismo pero con pobres, y creernos dignos con nuestra ‘barnizada' conciencia social. No sé si me explico. Tan fuerte, tan cerca juega a lo mismo. Quiere hacer llorar, pero sin que se note. Y eso, no sólo está mal, está muy mal. En realidad, y por no ser sólo negativo, lo que sí es cierto es que la película quiere ser la perfecta radiografía de estos tiempos y, en efecto, lo consigue. Muy a su pesar, lo consigue. El sentimentalismo, pese a lo que parezca, no es un estado del alma, por la misma razón que la brutalidad no es un rasgo de carácter. Es, simplemente, un vicio; el vicio de nuestros tiempos.



"El 11-S nos cambió para siempre", "La nieve es blanca", "El sentimentalismo es basura", "Daldry, en esta película, ofende". Las cuatro frases ya no son sólo ciertas, sino que posibilitan la propia posibilidad de decir algo con sentido.