Leos Carax, director de Holy Motors, ayer en Cannes. Foto: FIF/CD
El regreso del francés Leos Carax a Cannes, después de 13 años sin estrenar un largometraje -el último fue Pola X (1999)-, tiene algo de epopeya cinematográfica. Es un filme tan marcadamente excéntrico y pluriforme, que los entusiasmos que despertó en la sala Debussy probablemente respondan a razones completamente distintas entre sí. El efecto que produce una película de este tipo -a la que es tan difícil encontrarle parientes cercanos, aunque esté llena de referentes- es de carácter fantástico. Holy Motors es un ambicioso, provocador y camaleónico dispositivo experimental con la capacidad de radiografiar el estado de la cuestión del cine contemporáneo. Delirante y divertida por fuera, inteligente y visionaria por dentro, emerge con brutal contundencia como un ensayo creativo en torno a la disolución y el punto sin retorno al que ha llegado el relato cinematográfico. Ningún otro filme a concurso (ni probablemente fuera de él) lleva tanta imaginación y vigor en sus entrañas.Desde su arranque -el sueño del director, el propio Carax, que se levanta de la cama y atraviesa la pared del dormitorio para entrar en una lúgubre sala de cine- hasta su último minuto -¡una conversación entre limusinas!-, Holy Motors planea en bloques semi-independientes sobre múltiples códigos del devenir cinematográfico. El director galo construye así un insólito artificio de abrumadora y excéntrica personalidad que desborda el puro placer por la fábula y la provocación (como si Lewis Carroll se fundiera con Franju, Kafka, Ballard, Kubrick, Gaspar Noe…), un viaje sin fronteras en el que la ciudad de París -por sus calles, por el subsuelo, por las azoteas de los edificios- se convierte en un escenario infinito, un gigante estudio de producción en el que estamos invitados a habitar múltiples películas. En un autor que nunca ha generado consensos críticos -ni con su debut en Cannes con Chico conoce chica (1984), ni tampoco con Los amantes del Pont-neuf (1991)-, la experiencia que propone Holy Motors, una de esas películas en las que la imperfección hay que entenderla como virtud, resulta tan imprevista como fascinante.
El actor Denis Lavant, en el papel más desafiante (y divertido) que cualquier actor pueda imaginar, es el maestro de ceremonias en la función, una extraña figura a lo Lon Chaney, un camaleón profesional con la capacidad de simular muchas vidas. Es el médium del filme y el alter ego de Carax. En la piel de Monsieur Oscar, atraviesa la capital francesa en una limusina blanca totalmente equipada con un camerino teatral, donde es llevado por su chófer Céline de una "cita" a la siguiente, transformándose una y otra vez en el protagonista de los relatos que contiene Holy Motors. Un broker multimillonario, una anciana indigente, un intérprete de movimientos corporales para la captura digital, un ser de las alcantarillas que secuestra a una modelo (Eva Mendes), un macarra asesino, un padre salido de un cínico drama social tipo Todd Solondz, la pareja de Kylie Minogue en la antesala de un musical… hasta once identidades. ¿Excéntrico, delirante? Más que eso. Pero su excentricidad suprema no provoca rechazo. La extrañeza absorbe y arrastra al espectador, quien no puede dejar de hacerse preguntas ni un solo instante, al tiempo que disfruta plenamente del viaje.
La transgresión y la irreverencia de Holy Motors no procede de la atracción por el caos, no es mera impostura. Su potencia visual genera momentos tan escabrosos como arrebatadoras -el sexo acrobático en trajes de lycra, una ‘pietà' de la virgen con burka (Eva Mendes) y Jesucristo con una erección, un ejército de acordeonistas recorriendo la ciudad-, al tiempo que se ofrecen como emblemas de las formas del cine imperante, desde las fantasías de reconstrucción digital que saturan las salas comerciales a los dramas realistas que triunfan en los festivales. En Holy Motors, literalmente, el cine suplanta a la vida y viceversa. Debido a la libertad creativa que exhibe el filme, cada espectador lo interpretará a su propia manera, pero es manifiesto, y muy sorprendente, el modo en que Carax traza la lógica de su discurso a partir del absurdo y la fragmentación. Con todas las distancias que las separan entre sí, Holy Motors vendría a ser algo así como el personal El estado de las cosas de Carax. De hecho, una conversación en la limusina con el "productor", interpretado por Michel Piccoli, parece directamente inspirada en aquel filme con el que Wim Wenders trazó una línea fronteriza en el devenir de las producciones del cine de autor. Pero sin nostalgias. Más bien como un gigante signo de interrogación marcado a fuego en la pantalla. El cineasta francés aglutina en esta impresionante, monumental fantasía, el pasado y el presente del cine para preguntarse hacia dónde encaminará su futuro.
Salles, anti-beat; Rosales, formalista
Para el brasileño Walter Salles, en contraste, la preocupación por el futuro del arte cinematográfico es inexistente. Agarra la obra cumbre de la literatura beat para perpetrar una película monótona y alcanforada, lo más alejada posible del lenguaje efervescente y torrencial de Jack Kerouac. Su adaptación de En el camino, novela-río tan inadaptable como el Quijote -por algo será que Coppola abandonó el proyecto hace décadas-, se ajusta a las limitaciones de una adaptación literaria de prestigio tan propias de la industria de Hollywood . Salles transforma así un hito de la contracultura norteamericana en su contrario, trazando con escuadra y cartabón aquello que fue concebido como el ‘be-bop' de Charlie Parker, con desenfreno, improvisación y automatismo. La finalidad pasa por hacer digerible, aún a costa de traicionar su espíritu y su poética, un texto literario cuyo lenguaje era su motor y su sentido, pero que hubiera requerido del aliento de un filme más anárquico y experimental o, en todo caso, de las habilidades de un cineasta con mayor talento. El brasileño, cuya afición a las ‘road movies' es bien conocida -Terra estrangeira (1996), Estación central de Brasil (1998), Diarios de motocicleta (2004)- se dedica a amontonar algunos fragmentos memorables de la novela, si bien no logra convocar ni los conflictos dramáticos ni el contexto histórico de aquel peregrinaje de culto por las carreteras de Norteamérica. Quedan por tanto completamente desactivadas la mística novelesca y la libertad hedonista de la amistad entre Dean Moriarty y Sal Paradise, ergo, Neal Cassady y Jack Keroauc. Se hablará del filme porque Kirsten Stewart, la chica de Crepúsculo, enseña pecho. Pero incluso el sexo está filmado con corrección y puritanismo.Ayer fue el día también en el que Jaime Rosales presentaba por tercera vez una película en Cannes, y la segunda que lo hace en la sección de la Quincena de Realizadores. Sueño y silencio levantó el aplauso generalizado del público al término de su proyección. Todas las películas del autor de Las horas del día son dispositivos formales construidos a partir de un trauma que sesga la película en dos mitades y transforma la vida de sus personajes. En este caso, se trata del accidente de coche en el que un matrimonio pierde a una de sus hijas, y el padre, que conducía, sufre una amnesia que le impide recordar no sólo el accidente, sino hasta que tenía una hija. Rosales filma con voluntad observacional, escrutando desde la distancia y el hermetismo los gestos, actitudes y conversaciones cotidianas de sus personajes, que asegura haber filmado en bloques de secuencias de tomas únicas e improvisadas. El director de La soledad despliega de nuevo su habitual preferencia por el fuera de campo, composiciones simétricas y cuidadas y una cámara prácticamente inmóvil la mayor parte del tiempo -excepto algunos misteriosos, casi espectrales movimientos en steady-cam-, alternando el color y el blanco y negro de un modo que se antoja arbitrario y caprichoso, sin su consecuente sentido narrativo. El inescrutable tono resultante roza en ocasiones la afectación y dificulta la implicación emocional del espectador con el drama, pero acaso lo más discutible de la propuesta es el modo en que su rigor formalista colisiona con las interpretaciones naturalistas de los actores. Para el prólogo y el epílogo del filme, Rosales ha contado con la participación creativa del pintor Miquel Barceló.