Fotograma de Sueño y silencio

Hoy se estrena en salas comerciales 'Sueño y silencio', este doloroso relato contado desde sus tiempos muertos y sus silencios, como pura experiencia de vida.

"El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos". Imaginaba Borges en su cuento El etnógrafo la historia de un hombre de ciencia que después de haber vivido y soñado en el corazón de las tribus del Oeste, tras haber conocido el misterio de sus chamanes, desistía, ante la incomprensión de la Academia, del esfuerzo quizá inútil de explicar lo aprendido. Lo vivido, quizá, sólo vale la pena si se vive. Al contarlo, y para eso hace falta crear un narrador, el secreto se desvanece y con él el sentido propio de la experiencia. "Esos caminos", insiste el escritor, "hay que andarlos".



Hace tiempo que el cine de Jaime Rosales vive empeñado en algo parecido. De alguna manera, cada una de sus películas se hace fuerte en la experiencia de negarse a sí misma; entregada a la necesidad de acabar con la ficción del narrador. En el programa del director la idea es acceder a la historia narrada como experiencia, no como cuento o relato extraño. Si se mira con un poco de distancia, ése y no otro es el esfuerzo de toda narración moderna, sea cinematográfica o literaria. En el momento en el que el propio relato se hace consciente de sí mismo acaba por desaparecer, ajeno a la pretensión narcisista e inútil del propio narrador. James Joyce sueña un libro como Finnegans Wake sin trama ni personajes y, en realidad, es el propio cuento, o la experiencia del cuento, la verdadera trama y el único personaje.



En Sueño y silencio, su última película, el director ha conseguido su versión más completa y depurada de un largo viaje que empezó en Las horas del día y que vivió su momento de ruptura en Un tiro en la cabeza, su obra más radical y furiosa. De nuevo, como en todo su trabajo, la idea es dejar que la historia que guía la película se cuente sola; se trata de evitar intermediarios tales como el guión, los actores profesionales, el artificio de la puesta en escena. Cuenta Rosales que sus películas saben de dónde salen, pero no adónde llegan. La cámara se mantiene agazapada a la espera de que algo duro y pesado termine por caer desde la pantalla y, claro está, haga daño. El azar o, mejor, la experiencia del rodaje como auténtico argumento.



La película narra la historia de una pérdida. Una niña muere en un accidente y el universo se parte en dos. La idea es cazar el instante preciso en que el vacío detiene el sentido de las palabras. "Se requiere mucho trabajo para que las cosas sucedan sin que uno apenas intervenga en ellas", escribe el director, y en esa frase resume el programa entero de su forma de hacer, creer y pensar el cine. La cámara rastrea el ritual de las palabras y los gestos comunes en busca de un instante de verdad. Y cuando la abuela de la niña intenta explicar y explicarse la muerte de su nieta, entonces, justo ahí, se abre una fractura en la retina del espectador por la que se escapa el mundo. Conmovedor y brutal.



Bien es cierto que el cine que practica Rosales tiene sus riesgos. Y el más evidente es el de la autoría, el del estilo convertido en impostura. Rodada en blanco y negro, por momentos la cinta adquiere color sin otra intención que la del antojo. De la misma manera, dos escenas con el artista Miquel Barceló al principio y final -rémora de una idea olvidada- se antojan tan inexplicables como caprichosas y, por ello, falsas. Sólo en esos instantes, la autoría asoma como el más inexplicable de los pecados.



De la misma manera que el etnógrafo de Borges se niega a explicar su aventura de conocimiento, el cine de Rosales sólo se entiende en su propia actividad. Y es en ese momento de pureza narrativa en el que la propia narración es negada donde el espectador acaba por hacer suya la experiencia del director. Cada secuencia es vivida como la construcción de un estado de ánimo real, no fingido. Cada plano es la perfecta imagen de un sueño en el que la realidad del cine cobra sentido. Sueño y silencio. Experiencia y cine.



El abuelo se pelea con las exigencias de su mujer mientras la madre arrasada intenta reconstruir una tarde imposible con su hija desaparecida. El padre rompe cualquier pedazo de memoria a la vez que su mujer se debate contra los agobios de una vida demasiado común para ser vivida. Y así, entre los retazos del azar surge el relato perfecto de un cuento liberado de la ficción impuesta por el narrador. Cuento puro, cuento vivido. Y eso, a un lado retruécanos, emociona. Que es lo que importa.



Al final del viaje, queda la amarga sensación de la muerte (pues de eso habla la película) como la forma más exacta y pura de sentir la propia vida. Insiste el director en que sólo la muerte nos define como lo que somos. Y para llegar al corazón de este razonamiento, ofrece las lágrimas reales de una familia real como la única forma real de acceder a la experiencia de la propia muerte, de la propia vida. Todo real. Sin intermediarios, sin actores, sin narradores, sin el artificio del cine. Cine puro convertido en viaje. Y "esos caminos hay que andarlos".