John Wayne y James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance.



"En el Oeste, cuando la leyenda se convierte en realidad, publicamos la leyenda", se dice en un momento decisivo de El hombre que mató a Liberty Valance (1962), pero sin embargo lo que hace John Ford es "publicar" ambas: la realidad y la leyenda. Y además no era la primera vez que lo hacía. Ya en 1948, cuando filmó con Fort Apache su particular versión de la batalla de Little Big Horn, en la que el General Custer llevó a sus hombres a la muerte, la película terminaba por establecer la leyenda después de habernos contado -de forma extraordinariamente crítica- la poco reconfortante verdad de una personalidad autoritaria y xenófoba, de la misma manera que en Liberty Valance nos hace ver también cómo la realidad tendrá que volver a quedar oculta para que la leyenda pueda seguir cimentando las señas de identidad de la comunidad.



Como muy bien explicaron en su día Jim McBride y Michael Wilmington, la operación dista mucho de ser simplista o maniquea. Ford nos dice, en ambas películas, que el imaginario cultural del sistema "puede ser perpetuado por hombres nobles" capaces de encarnar o difundir la leyenda (Kirby York en Fort Apache; Ransom Stoddard en Liberty Valance), pero también -para mayor inquietud- que "necesita hombres nobles para perpetuarse", para hacer creíble el mito. Por eso el coronel Oswen Thursday en la primera y Tom Doniphon en la segunda (encarnaciones antagónicas de la venalidad y de la nobleza, respectivamente) acaban por desaparecer como figuras emblemáticas de un tiempo pretérito, ya completamente prescindibles para el avance de la civilización.



En ambos casos, Ford nos obliga a preguntarnos, simultáneamente, por la naturaleza humana y por el funcionamiento del sistema, a la vez que le niega al espectador toda posible certeza autocomplaciente o moralista. Imprescindible eslabón de engarce entre el western clásico y el western crepuscular, El hombre que mató a Liberty Valance tiene, pues, profundas y antiguas raíces en la filmografía fordiana y vuelve a situarnos, antes de nada, frente a una elegía lírica capaz de hacer vibrar la emoción con esos acordes indefinibles que sustentan su estilo, con esa manera peculiarísima de filmar las miradas y de conferir un misterioso espesor significativo a los más pequeños gestos. Este hermoso poema elegíaco, cuyo auténtico punto de gravedad gira en torno a una flor de cactus (la que reposa sobre el ataúd de Tom Doniphon en el desenlace del relato y sobre la que Ford mantiene deliberadamente el encuadre hasta que la imagen encadena con la de Stoddard y Hallie dentro del tren) es, por lo demás, una obra muy representativa de todas las contradicciones estilísticas visibles en muchas de las películas que los viejos maestros clásicos realizan en el Hollywood de los años sesenta, a la vez que se proyecta sobre el futuro de manera enriquecedora.



El eco resonante de su famoso "Print the Legend" palpita, al menos, bajo dos westerns tan relevantes como Sin perdón (1992) y Valor de ley (2010). A la postre, los periodistas de Ford parecen revivir -con equivalente motivación- bajo el biógrafo Beauchamp de Clint Eastwood, mientras que tanto Tom Doniphon como el Rooster Cogburn de los hermanos Ethan y Joel Coen yacen ambos, al final de sus respectivas narraciones, encerrados en un féretro, convertidos en materia de leyenda, aunque ésta ya no se pueda hacer pública ni se pueda imprimir, pues en realidad solo son leyenda íntima y silenciosa para las dos mujeres que velan su eterno descanso: las dos que, al inicio de uno y otro filme, llegan en sendos trenes para hacerse cargo de su cadáver. El mito y la Historia, la realidad y la leyenda, siguen palpitando hoy en día con inusitada influencia y fuerza poética, por lo tanto, bajo los pliegues de una de las más hermosas, emocionantes y complejas películas del Oeste que se han filmado jamás.