Fernando Trueba (El artista y la modelo)

Ya es una consigna en el Festival de San Sebastián. Con los ojos bien puestos en el cine español, el 60 aniversario del certamen, que arranca hoy, también es una celebración de nuestro cine. A concurso irán dos de las tres películas precandidatas a los Oscar, 'Blancanieves', de Pablo Berger y 'El artista y la modelo', de Fernando Trueba, a las que se suma Javier Rebollo con 'El muerto y ser feliz'. Los tres cineastas nos hablan de ellas.

Los talentos españoles por los que apuesta el Festival de San Sebastián en su 60 edición no son en principio ningún misterio. Sí lo son sus películas, portadoras de un espíritu impredecible y valiente. Fernando Trueba (Madrid, 1955) y su espinoso trayecto cinematográfico, a bandazos entre lo brillante y lo insignificante, regresa a San Sebastián cuando se cumplen treinta años de su bautismo donostiarra con Mientras el cuerpo aguante (1982). Pablo Berger (Bilbao, 1963) rompió ya algunos moldes con Torremolinos 73 (2003), y su regreso con la espectacular Blancanieves resulta aún más iconoclasta: un emocionante y emocionado retrato de la esencia trágica española en clave de cine mudo y cuento infantil. Javier Rebollo (Madrid, 1969) compitió en Donosti con sus dos anteriores trabajos -Lo que sé de Lola (2006) y La mujer sin piano (2009)- y, conservando su feroz independencia, entrega con El muerto y ser feliz no solo su mejor película, también el papel que coloca a José Sacristán a la altura de su mito.



Es El muerto y ser feliz un extroardinario título para un filme que se toma la comedia y el absurdo muy en serio, que entre sus secretas ambiciones se propone llevar a la pantalla algunos fundamentos de la teoría de la relatividad. "En la película hay muchos datos falsos, porque se abre a todas las posibilidades -explica Rebollo-. Su relato transcurre en todos los tiempos a la vez, y un mismo hombre puede estar vivo y muerto, ser cobarde y valiente". Aunque lleve muchas películas dentro, no es un relato complejo o pretencioso, sino libre, socarrón, perspicaz, que no le teme a los saltos al vacío, como los de su protagonista, Santos, un seductor nato, un asesino a sueldo escapado de una película de Melville que huye del hospital para arrastrar su cáncer terminal por las carreteras de Argentina en compañía de Roxana Blanco, una suerte de Catherine Denueve uruguaya.



Rebollo cervantino

"Es un relato cervantino en su sentido moral, el de alguien que está derrotado pero sigue vivo y caminando", dice Rebollo, quien no duda al reconocer que se trata de su trabajo más personal. "Yo no encuentro diferencia entre la vida y el cine, pero aquí me he dado cuenta de que prefiero la vida -sostiene-. He hecho esta película en un momento muy importante para mí, porque como el protagonista, yo también estaba enfermo y triste. Hay un sicario, una enfermedad, un final inminente... Pero no quise hacer algo gris, sino luminoso". Desde su astucia postmoderna, El muerto y ser feliz no permanece ajena al hecho de que es un dispositivo fílmico, si bien la mayor parte de sus referentes son literarios, "sobre todo Onetti y la novela francesa". El guión está literalmente volcado en la pantalla, mediante narradores que leen el texto en off sobre la acción de los personajes. "Tenía sentido integrar la voz de quien cuenta el relato, porque la película trata de eso, de cómo se construye un personaje mítico mediante las voces que lo recuerdan", explica Rebollo.



Javier Rebollo

Convoca el autor madrileño la excentricidad narrativa de Jean-Luc Godard, el ascetismo y la distancia brechtianas; la elegancia, la ruptura de géneros y el humor lacónico de Jim Jarmusch -"aunque él es un director más calculador que yo", asegura-, y convierte a José Sacristán, ese gigante de la interpretación, en un Bill Murray ibérico vagabundeando por la pantalla. "No hubiera hecho la película sin Pepe. En su sentido poético el filme también trata de él, del itinerario de un mito". El principal miedo de Rebollo es que el filme "no llegue al público que lo merece porque vivimos una censura de mercado espantosa", así como que en el festival "sea vea con las gafas equivocadas, como una película culta y pedante, porque no es más que una comedia".



Blancanieves folclórica

Para Pablo Berger, su insólita Blancanieves también es el resultado de "un acto de amor al cine y de un largo viaje". El resultado da por buenos los ocho años de espera para el regreso de Berger, con una película que algunos ya consideran un clásico instantáneo del cine español, y que desde luego lleva las papeletas para convertirse en el fenómeno cinematográfico del otoño. La improbable combinación de cine mudo, los hermanos Grimm y el folclore español (toros y flamenco) a principios del siglo XX se traduce en una propuesta de gran impacto visual y dramático, una nueva contorsión de "la españolada", como ya hiciera Berger en su anterior trabajo. "Me gusta emplear iconos de la cultura española para crear libremente a partir de ellos -explica el director-. Como dijo Jean-Claude Carrière, es mejor partir del estereotipo que llegar hasta él". Ése es exactamente el acercamiento de Berger tanto al espíritu de la tragedia española -con sus pasiones y sus odios, su excentricidad y su belleza- como al cuento Blancanieves.



Pablo Berger reconoce que el Festival de San Sebastián ha sido su "verdadera escuela de cine". Allí, en el año 1986, vio su primera película muda con orquesta en vivo: Avaricia. "El germen de Blancanieves nace con esa experiencia casi epifánica, y años más tarde descubro un libro de fotografías de Cristina García Rodero que me regala la última inspiración para hacer el filme, la de los enanos toreros". Si tardó cinco años en levantar Torremolinos 73, "porque nadie creía en ella", ahora ha tardado ocho en poder finalizar Blancanieves. "Había muchas dificultades, no solo que era un filme mudo en blanco y negro, sino que requería muchos recursos, y todos mis amigos me decían que abandonara, que no iba a conseguirlo -recuerda Berger-. Pero yo no entiendo el cine sin riesgos". El éxito de The Artist, que se presentó en Cannes dos semanas antes de que arrancara el rodaje de Blancanieves, al principio provocó la pataleta de Berger, pero luego comprendió que el filme podía abrirle puertas.



Pablo Berger (Blancanieves)

"The Artist ha sido un rompehielos de prejuicios, ha demostrado que el mudo puede llegar a los grandes públicos", sostiene Berger. Apabulla la inteligencia de Blancanieves para armonizar las armas del cine, proponiendo una experiencia cinematográfica que integra con emoción la música (Alfonso Villalonga), el montaje (Fernando Franco), la puesta en escena, las interpretaciones (Maribel Verdú, Macarena García, Daniel Giménez-Cacho, etc.), el guión, etc. "Esto está relacionado con la propia esencia del cine -explica su autor-. Me gusta escribir los guiones visualizando cada plano, aprovechando las posibilidades del lenguaje cinematográfico. No quería hacer un facsímil del cine mudo, sino proponer una línea continuista de los grandes maestros: Murnau, Gance, Griffith, Dreyer, Pabst...". Así, Blancanieves se mira en el pasado pero para dirigirse al público de hoy, a la España de nuestros días.



La belleza en el horror

También al pretérito mira Fernando Trueba, al tiempo en que la guerra civil española daba paso a la guerra mundial, cuando el terror se instaló en el viejo contienente. El artista y la modelo se propone encontrar la belleza en el medio del horror. "El mundo siempre ha vivido ese brutal contraste entre el artista que quiere crear algo bello mientras todo se destruye a su alrededor -explica Trueba-. Ahora mismo también está pasando". Trueba sitúa su relato, coescrito junto a Jean-Claude Carrière, en el sur de Francia, donde una joven maquis (Aida Folch) huida de la España de Franco se refugia en la casa de un renombrado escultor francés (Jean Rochefort) y, posando desnuda para él, se adentra en los misterios del arte. "La película es un canto a la vida, a la humanidad, al arte como parte esencial de nuestras vidas", sostiene el director. Toma su título de varios cuadros de Picasso, de quien el autor de Belle epoque (1992) se declara fanático desde su infancia.



Trueba filma en blanco y negro "porque todas las imágenes de esa época son así", con una sencillez y contención que buscan filiaciones renoirianas. El filme adquiere la forma de una producción de prestigio (con Claudia Cardinale en su reparto) para convocar una reflexión sobre el poder de la mirada. "El pulso del cine se demuestra en las cosas sencillas, sin trucos ni efectos . Cuando apelas a la esencia de las cosas, cuando buscas el despojamiento, es cuando te la juegas como artista". A ese dogma se aplica tanto el cineasta como el escultor interpretado por Rochefort, que nunca habla de arte con mayúsculas, cuya apesadumbrada vida interior recorre el film desde el silencio hasta su aplastante final. "Su ideal es retratar el cuerpo femenino como una creación de la naturaleza, como un árbol, una piedra, una flor... Aunque no lo parezca, es una película materialista", concluye el oscarizado director español.