José Luis Borau

Borau fue ese director que rodó pocas películas y el más atípico e inclasificable de los cineastas de su generación, no en vano inició su carrera como cineasta con un spaghetti western avant la lettre como Brandy en un ya lejano 1964 cuando las dunas de Almería se convirtieron en el cañón del Colorado para un gran número de directores. Borau, que siempre fue un intelectual, reivindicó el género y el placer del cine en una época en la que los cineastas españoles estaban más interesados en el cine de autor puro y duro y la denuncia política. Fue también un humanista y un sabio, autor de un antológico Diccionario del cine español, presidente de la Academia de cine española (en la retina cuando apareció con las manos pintadas de blanco como símbolo de su oposición a ETA), presidente de la SGAE, novelista, ensayista y mil etc. Por su altura moral e intelectual, este hombre discreto y moderado también ha ejercido el papel de padrino del cine español y figura de concordia en un sector turbulento. A pesar se su aspecto tranquilo y reposado, brilló sobre todo como el retratista de pasiones abisales y dramas truculentos.



Del western de su debut al thriller con notable influencia del cine negro americano, su siguiente película, Crimen de doble filo (1965) trataba sobre un pianista que descubre un crimen y teme las represalias. Los primeros años 70 vieron brillar a Borau como guionista y productor. Un, dos, tres al escondite inglés, el debut de Iván Zulueta, el más transgresor e interesante cineasta de esos años, fue una producción suya que firmó como director porque Zulueta no pertenecía al sindicato y el éxito masivo le llegaría con el guión de aquella mítica Mi querida señorita (1972), que dirigió Jaime de Armiñán y obtuvo una enorme resonancia mundial, nominación al oscar como mejor película española incluida. Título icónico, permanece hoy como uno de los más claros exponentes de esa España de la dictadura que en gran parte aun estaba envuelta en las nieblas del oscurantismo y la ignorancia.



En 1975 dirigió las dos películas que le consagrarían como cineasta. Hay que matar a B., en la que se narraban los conflictos políticos en un país de Sudamérica sometido a continuos golpes de estado y sobre todo Furtivos, una de las películas más famosas de la historia del cine español. Ovidi Montllor y Lola Gaos protagonizan este sólido drama sobre una madre tiránica y posesiva y su pusilánime hijo, una historia llena de sordidez y pasiones desatadas en la que destacaba su habitual precisión para construir los personajes. Furtivos ganó la Concha de Oro en San Sebastián y fue un gran éxito internacional que apuntaba hacia los nuevos aires de modernidad que ya recorrían España en ese momento. Fiel a su ritmo pausado entre un proyecto y otro, la siguiente película de Borau, La Sabina, tardaría cuatro años en llegar con Ovidi Montllor repitiendo el papel de hombre con pocas luces y Ángela Molina como centro de un volcán de pasiones.



Además de la adaptación televisiva de Celia, que tuvo un gran éxito de público, los años 80 fueron poco pródigos para el cineasta. Río Abajo (1984), con una carnal Victoria Abril recupera a ese Borau aficionado a darle la vuelta a géneros de serie B y las pasiones tórridas e incontrolables que forman parte de su imaginario artístico. El éxito regresaría con Tata mía (1986) en la que reflexionaba sobre los profundos cambios de la sociedad española a través de una monja de clausura (Carmen Maura) que sale del convento y se enfrenta a una realidad completamente distinta a cuando ingresó.



A partir de entonces, Borau solo dirigió dos películas más. Niño nadie (1997), con El Brujo e Icíar Bollaín, sigue siendo una de las películas más extrañas del cine español, un filme plenamente intelectual en el que Borau da rienda suelta al pensador y erudito que fue toda su vida en el que sus aficiones literarias resultan más claras que nunca. No deja de ser curioso que la vertiente más social del cineasta apareciera en estos últimos títulos. Leo (2000) , por la que ganó el Goya al mejor director, es una desgarrada historia de amor protagonizada por dos seres marginales, un ejemplo del mejor cine realista español con la rúbrica de Borau: la inteligencia, la ironía y la huida de los convencionalismos. Fue una despedida por todo lo alto para un cineasta pausado con un mundo interior rico y arrebatado. Un hombre complejo que deja huérfano al cine español de uno de sus máximos exponentes.