David Lean da instrucciones a Peter O'Toole en Lawrence de Arabia
Gigantescos planos generales de horizontes inabarcables y grandes batallas son sólo una parte de la complejidad de 'Lawrence de Arabia', película de David Lean que ahora se publica en edición de lujo para celebrar los 50 años de su estreno.
Y no resultaba nada fácil esto último cuando, en medio del vendaval de la Nouvelle Vague, y a la vez que el viejo cine clásico dejaba paso a todas las rupturas y libertades introducidas por la modernidad (deseosa de instaurar una escritura fílmica ligera y en extremo personalizada), el intimista y respetado director de Breve encuentro (1945) desplegaba enormes grúas y prolongados travellings por las arenas del desierto para filmar la epopeya de un héroe cuya complejidad psicológica corría el riesgo de quedar sepultada bajo toneladas de arena y de batallas multitudinarias, bajo gigantescos planos generales de amaneceres, de horizontes inabarcables y de crepusculares aguas refulgentes, como aquéllas contra las que se recorta la figura triunfante de Lawrence de Arabia tras conquistar la ciudad de Akaba. Corría por aquel entonces la fecha de 1962 (el mismo año en el que Godard filmaba Vivre sa vie, la misma fecha en la que Truffaut dirigía Jules et Jim...), y las correrías narcisistas de un militar británico iluminado y mesiánico por los desiertos de Arabia -financiadas y jaleadas por Hollywood, que las llenó de Oscars- no resultaban, ciertamente, ni lo más atractivo ni lo más renovador que la crítica de entonces (no solo la europea, de clara influencia cahierista, sino también la norteamericana, entre la que se escuchaban voces tan destacadas como las de Manny Farber y Andrew Sarris) podía encontrar en el cine a comienzos de aquella década.
Tuvieron que pasar muchos años, de hecho, para que grandes espectáculos como los que ofrecían El puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, La hija de Ryan y Pasaje a la India pudieran ser vistos desde otra perspectiva. Fue preciso hacer un notable esfuerzo para rebuscar, entre la ambición de sus grandes composiciones visuales, la misma vibración intimista que David Lean había desplegado con anterioridad en obras de presupuesto mucho más pequeño, pero de prestigio crítico mucho más grande, como podían ser La vida manda (1944), Breve encuentro o Cadenas rotas (1946). Poco a poco se fue abriendo paso así una lectura quizás más equilibrada de su filmografía, que se esforzaba en buscar vínculos de continuidad entre la etapa británica y el período estadounidense del cineasta: una lectura que tropezó primero con los flagrantes contrastes entre los que se movía La hija de Ryan (a pesar de los intermitentes destellos de contenida emoción ocultos en algunos de sus pliegues), pero que encontró después sólidos puntos de apoyo en la tan hermosa como crepuscular elegía personal que supuso Pasaje a la India, película que, de forma imprevista, obró el milagro de reconciliarlo con la misma crítica que hasta entonces le había sido adversa.
En medio de ese itinerario tan contradictorio, las imágenes de Lawrence de Arabia condensan con ejemplar representatividad todas esas dicotomías expresadas al principio, pues la película parece empeñada en contemplar a su protagonista, simultáneamente, desde dentro (en su narcisismo, en su tortura interior, en su desgarro personal, en su dimensión masoquista, incluso) y desde fuera (como figura histórica, como héroe del desierto, como combatiente entre las masas...), de tal manera que hoy en día podemos arriesgarnos, incluso, a interpretar el filme como una hermosa metáfora -llena de contradicciones- sobre un cineasta obsesionado con buscarse a sí mismo en medio de una coyuntura industrial e histórica que, ya entonces, amenazaba con devorarlo, como a la postre le sucedió también al propio Thomas Edward Lawrence.