Fotograma de De óxido y hueso

El francés Jacques Audiard insiste en su cine voraz, tóxico e imperfecto con 'De óxido y hueso'. Llega hoy a la cartelera española un nuevo trabajo del director de 'Un profeta', empeñado en mostrar cada centímetro del vacío.

El perro hambriento sólo tiene fe en la carne. La frase o el improperio, según se mire, es de Chéjov. Y a su manera define a la perfección la última película del francés Jacques Audiard. De óxido y hueso, en efecto, es en la crudeza de la carne en lo único que cree. Y lo hace con un convencimiento absolutamente cruel. El cine de este hombre, de hecho, se maneja en la pantalla como un animal herido; araña la retina. Cada uno de sus fotogramas respira, huele y, a poco que se toque, sangra. La piel es fina; la herida, profunda.



Recordar Un profeta o De latir mi corazón se ha parado es antes que nada traer a la memoria la sensación amarga de las cosas amargas. Que son muchas, la verdad. La cámara del más voraz de los directores franceses se mueve al mismo ritmo al que se agitan las vidas de sus personajes. Y eso, además de resultar tan tremendo como suena, atrapa.



Y no está claro que no sea tóxico. De óxido y hueso vuelve a reproducir en la sala esa extraña sensación que acerca el cine al sentido del tacto. Los ojos tocan cada una de las fracturas que guían a dos sujetos condenados a la deriva. El resto es un viaje interior en el más literal de los sentidos. No hay metáfora. Cada centímetro de celuloide se hunde en la carne con la efectividad de una navaja afilada. Pues de eso se trata, ya lo hemos dicho, de carne herida. Si se quiere, y por citar lo más reciente y logrado, el mecanismo que hace moverse a esta película no anda lejos de su anterior trabajo. En Un profeta la prisión era invocada como el terreno casi mítico en el que las sensaciones surgen perfectamente sucias, manchadas de eso llamado vida. El resultado sangraba. De repente, lo que se descubría era el perfecto relato de una vida (carne de cañón) condenada a tragar saliva, vomitar sangre y sudar; todo tan físico, tan cercano, que acababa por adquirir la textura cotidiana de la realidad, cualquiera de ellas.



Ahora, la estrategia es similar. Se trata de enfrentar la mirada a una historia de amor. Tan sencillo, tan común, tan identificable. Marion Cotillard, en la interpretación de más riesgo a la que se puede someter una actriz, pierde las dos piernas por culpa de un accidente.



A su lado, Matthias Schoenaerts, un vagabundo que se gana la vida en una especie de club de la lucha tan clandestino como sangriento. Lo que sigue, ya lo hemos dicho, es la historia errática de dos cuerpos sin alma lanzados a la búsqueda desesperada de la redención. La idea es cruzar las carencias de una con los vacíos del otro hasta confeccionar el retrato más ajustado posible del hambre; el hambre como la expresión más estilizada y violenta de eso llamado amor. Carne herida.



Si se quiere, y al contrario que en sus películas anteriores, es cierto que la historia de De óxido y hueso llega un momento en que se detiene y, en efecto, el director no consigue manejar con la contundencia debida la propia violencia del planteamiento. Poco se puede decir después de condenarlo todo. Lástima, en definitiva, que Audiard no se atreva a la tentación del precipicio y prefiera antes la seguridad de un desenlace demasiado extraño, cómodo, quizá torpe. Si se quiere, decíamos, la película acaba por resultar imperfecta. Necesariamente imperfecta.



Sea como sea, queda el empeño de enseñar cada centímetro del vacío. Vemos una mujer mutilada y, en realidad, es el muñón (qué fea palabra) el que señala el camino a la más angustiosa y amarga de las nadas.



Vemos a un hombre en la fiebre de la pelea y es la ira el único testigo de cada una de las ausencias de una vida ausente. Al final, pese a imprecisiones y caminos errados, queda la sensación limpia de la vida que, lanzada al extremo, sólo conoce el olor de la carne cruda. La fe como necesidad. Al fin y cabo, cuando aprieta el hambre, todos perros. ¡Guau!