Fotograma de Los miserables.

La historia que cuenta Los miserables forma parte del ADN de Europa. A partir de sus infinitas adaptaciones cinematográficas, televisivas, teatrales, etc., la novela de Victor Hugo se alza como algo más que un clásico indiscutible, es un estándar narrativo, un modelo universal sobre el que cada cultura, época y artista puede verter sus propias obsesiones pues es una historia que lo contiene todo. El periplo de Jean Valjean, quintaesencia del criminal "bueno", su largo enfrentamiento con el policía Javert, la lucha de los "miserables" contra un poder despótico, los amores puros de Cosette, las paternidades complejas... En Los miserables no falta nada y seguiremos leyéndolo y viendo nuevas adaptaciones, con toda seguridad, durante muchos siglos.



La última en llegar se estrena el día de Navidad con todos los honores de gran acontecimiento. Basada en el popular musical de Claude-Michel Schönberg que ha triunfado durante décadas en teatros del mundo entero, Hollywood ha puesto toda la carne en el asador para que un proyecto tan simbólico sea un éxito. Dirige Tom Hooper, oscarizado gracias a El discurso del rey, una película muy bien hecha y valiosa que sin embargo no despejaba las dudas sobre si Hooper merecía tanto honor. Después de ver el estropicio que ha hecho con Los miserables, cabe concluir que no. A eso se suma un reparto de campanillas con Hugh Jackman como torturado Valjean, Russell Crowe como Javert, Anne Hathaway, lo mejor de la función, como Fantine y estrellas como Amanda Seyfried (Cosette) o Sacha Baron Cohen.



Hooper toma la equivocada decisión de rodar toda la película como un drama psicológico. El cineasta no pretende contarnos lo que de verdad importa en una historia como ésta, emblema eterno de la lucha de los desposeídos contra los poderosos, sino que lo evita precisamente en un momento como éste en el que el mensaje de Los miserables resuena con más fuerza y eco que nunca. Hooper rueda con planos cortos toda la película desposeyéndola de su épica social para centrarse en la parte más folletinesca del asunto o la sencillamente pintoresca, como esa poco afortunada pareja que forman Cohen y Bonham Carter. Para colmo, ni siquiera eso lo hace bien. La película es una sucesión de números musicales no muy afortunados y fracasa a la hora de crear verdaderos personajes con los que uno pueda empatizar utilizando unas elipsis excesivas.



Hay dos maneras de rodar la Historia. Una es desde un presente consciente de su anacronía con el hecho narrado, véase el caso de esa Apollonide de Bertrand Bonello que termina con una escena de una prostituta actual para darnos a entender que jamás podremos aprehender el pasado como si estuviéramos realmente allí. Lo mismo hace Miguel Gomes en su espléndida Tabú, estreno el 18 de enero, una obra maestra en la que el pasado de los protagonistas se tiñe de nostalgia haciendo patente su condición de mito. Otra es como Ben Affleck en Argo, quien filma los años 70 como un director de los años 70 aunque lo contemporáneo asoma en esa propia ironía estética que implica una distancia quizá imposible en su momento. Lo que no se puede, jamás, es rodar una película como si uno estuviera en el siglo XIX y negar a Victor Hugo lo que le hace grande, la vigencia y fuerza de Los miserables hoy mismo. Una oportunidad perdida.