José Luis Borau

La Fundación Autor, que acaba de publicar el libro 'José Luis Borau, la vida no da para más', rinde tributo estos días al cineasta recientemente fallecido. Carlos F. Heredero recorre su lado más humano, inseparable del profesional.

"No me pregunte sobre cine que eso pertenece a mi vida privada", acostumbraba a decir José Luis Borau para referirse a la profunda, inextricable relación que existía entre su actividad fílmica, en realidad inabarcable si no queremos quedarnos únicamente con su trabajo como director de películas, y el conjunto de su vida y de su tiempo personal. Y quizás por eso mismo, porque su vida era enteramente el cine y el cine era enteramente su vida; por la evidencia de que hizo tantas, tan variadas y tan relevantes cosas en torno al objeto de su existencia, se tiene la sensación de que, tras su muerte, todos los intentos de glosar su obra y su figura fracasan de alguna manera, quizás porque ninguno conseguimos recordar todo lo que hizo, o bien porque todos acabamos quedándonos, de una manera o de otra, a extramuros de su verdadera personalidad, siempre llena de secretos inaccesibles.



Con todo, el empeño sigue mereciendo la pena, porque sin duda nunca ha habido, ni parece probable que vuelva a haber en el cine español una persona como él: alguien que ponía tanto esfuerzo, tanta convicción y tanta sinceridad en todo lo que hacía. Pues, para Borau, escribir crítica (en el Heraldo de Aragón), dirigir una película, redactar un guión, ponerse delante de la cámara como actor, producir a sus alumnos (Iván Zulueta, Manuel Gutiérrez Aragón...), dar clases de cine, investigar a fondo el exilio cinematográfico español, escribir un libro apasionante sobre un director del que nadie se acordaba (Harry D'Abbadie D'Arrast), presidir la Academia de Cine, convulsionar al país entero con su denuncia del terrorismo (manos blancas mediante), dirigir un diccionario, crear una editorial de libros de cine, publicar textos que nunca habrían llegado a la imprenta de no ser por él, realizar una serie de televisión (Celia), recopilar dos volúmenes de cuentos literarios, escribir cuatro libros de relatos cortos, presidir la Sociedad General de Autores, ingresar en las más prestigiosas academias (la RAE, la de Bellas Artes de San Fernando, la de San Luis, en Zaragoza) o crear una fundación para becar a estudiantes de cine era todo ello, por separado o en conjunto, una misma y única cosa: hacer cine, trabajar por el cine.



"El verbo ‘hacer' me merece todos los respetos, porque si algo se hace bien tiene que ser bueno. El verbo ‘hacer' implica un concepto modesto de las cosas, un punto de vista decente, honrado, que a mí me satisface mucho", me dijo en una de las muchas entrevistas que tuve ocasión de hacerle. Pero conviene recordar, precisamente por la exigente y sincera honestidad con la que se enfrentó a todos sus quehaceres, que el director de Hay que matar a B (1975), Furtivos (1975), La Sabina (1979), Río Abajo (1984), Tata mía (1986), Niño Nadie (1997) y Leo (2000) solo pudo hacer estos siete únicos largometrajes realmente personales en cuarenta y nueve años de intensa, apasionada y ciertamente irrepetible trayectoria profesional. Son siete obras rabiosamente originales, algunas en verdad memorables e incluso imprescindibles para entender no ya solo la historia del cine español, sino también la historia de este país, pero a la postre son solo siete...



De manera que el cine español tampoco puede estar precisamente orgulloso de que un hombre como Borau solo pudiera hacer siete obras realmente sinceras. Y, de hecho, es muy probable que todavía hubieran sido muchas menos de no ser porque el propio Borau, para preservar su independencia, se producía y se financiaba a sí mismo sus realizaciones, dado que nunca encontró en la industria española quien estuviera dispuesto a producirle las películas que él quería hacer. Pero sí, es cierto, la verdad es que hizo muchas otras cosas, y que siempre las hizo con esa actitud modesta, decente y honrada que para él era tan esencial y que forma parte de su mejor legado. Así que todos estamos, cada uno en su trinchera, en impagable deuda con él.