Helena Bonham Carter en 'Grandes esperanzas'.
Mike Newell lleva a las pantallas una nueva adaptación de Grandes esperanzas. El camaleónico director británico, responsable de Donnie Brasco y Cuatro bodas y un funeral, apela a la vigencia social del clásico de Charles Dickens.
La novela que publicara Dickens por entregas entre 1860 y 1861, esa atribulada crónica de ascenso social del huérfano Pip desde su infancia a su madurez, es paradigmática al respecto. Sus versiones cinematográficas se han ido sucediendo a lo largo de las décadas como si el cine se interrogara, de cuando en cuando, sobre la propia perdurabilidad de su lenguaje. La adaptación de Grandes esperanzas que realizara David Lean a mediados de los cuarenta vendría a glosar el canon del clasicismo, mientras que la traslación contemporánea dirigida por Alfonso Cuarón en 1998 se esforzaba por "modernizar" los significados de tamaña épica romántica y social. ¿Qué aporta esta nueva versión escrita por David Nicholls y dirigida por Mike Newell, director de obras tan distantes y distintas entre sí como Cuatro bodas y un funeral (1994), Donnie Brasco (1997), La sonrisa de Mona Lisa (2003) o Harry Potter y el cáliz de fuego (2005)? Quizá aquello que siempre sospechamos de la habilidad del director británico para moverse con eficacia en las artes (o las ciencias) nada despreciables del copista.
El arranque, embaucador, es apenas un espejismo. Cámara en mano, con determinación "realista", pareciera que Newell buscara el pulso de Andrea Arnold cuando filmó sus Cumbres borrascosas (2011). Es decir, conjugar en presente indicativo un relato decimonónico como si se escenificara por primera vez. Sobre todo hoy, cuando a nadie pueden resultar ajenos los grandes relatos sobre luchas de clases y sueños imposibles, cuando el rico promete al pobre y el pobre se lo cree. Agradecemos por tanto que Newell haga todo lo posible por no caer en las redes y los corsés del decoro victoriano, pero lo intenta tanto que en su afán emulador apenas logra extraer algunos jirones de la posmodernidad de Baz Luhrmann y del tenebrismo de Tim Burton (vía Helena Bonham Carter), viciando con su manifiesta indeterminación una película que se descompone y recompone una y otra vez a lo largo de más de dos innecesarias horas de metraje. Ni nos aburre ni nos altera. Tampoco nos preocupa. Quizá porque las expectativas depositadas en Newell nunca fueron demasiado altas, ni las esperanzas tan grandes.