Montaje de fotogramas de El resplandor en Room 237

Pasan las décadas y El resplandor de Stanley Kubrick sigue generando cultos y misterios. Room 237, que hoy se estrena en las pantallas de EEUU tras su paso por Sundance y Cannes, despliega insólitas y fascinantes teorías alrededor de varios enigmas del filme.

Lo que en 1977 fue una novela, en 1980 se transformó en una película. Las palabras de Stephen King dieron paso a las imágenes de Stanley Kubrick. El resplandor sumó entonces dos padres, prevaleciendo el cineasta sobre el escritor: Kubrick trascendió la propuesta de King por medio de una obra, cifrada y propia, cuya carga simbólica sigue agitando debates tres décadas después. Entre los múltiples arcanos que descansan en las imágenes de El resplandor, una habitación, la número 237 del Overlook Hotel. En su interior, una mujer de la que nada se sabe, en carnal abrazo con Jack Torrance, se transfigura en una anciana putrefacta. ¿La descomposición corporal como alegoría del trastorno mental del protagonista? Quién sabe.



Con esa habitación como invocación nominal, Room 237, un documental de Rodney Ascher, presente en no pocos festivales (Sundance, Cannes, Locarno, Nueva York, Toronto, Sitges...), despliega algunas de las insólitas teorías que buscan desentrañar los innumerables enigmas soterrados en la película. A través de cinco narradores, Bill Blakemore, Geoffrey Cocks, Juli Kearns, John Fell Ryan y Jay Weidner, cinco voces con tesis distintivas, Room 237 presenta poliédricas respuestas a una misma pregunta: ¿qué subyace en El resplandor? Pues el genocidio de los nativos americanos, el Holocausto judío, el mito de Teseo y el Minotauro, la confesión implícita de un montaje (la misión del Apolo 11) y/o las sincronías subtextuales resultantes de ver sus imágenes como sugiere MSTR-MND (Kevin McLeod): hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo. Cinco miradas, un concepto transversal común: el pasado como pesadilla, o las pesadillas de la Historia.



Siendo evidente el acercamiento minucioso a la película de Stanley Kubrick, Room 237 apela al mismo tiempo al espectador, más concretamente a una forma obsesiva de la cinefilia, demostrando ser deudora de una realidad que nació en los años 80 del pasado siglo: la implantación del vídeo doméstico. A partir de entonces, uno podía apoderarse de su objeto de estudio, determinando el cómo y el cuándo. La evolución del formato -que podemos recapitular en tres etapas: VHS, DVD y Blu-ray- no ha hecho sino conferir una mejor calidad y mayor rapidez de acceso, permitiendo que el espectador extremo, febril e insaciable, pueda regodearse en su devoción fotograma a fotograma, lo que permite un nivel de análisis atomizado (del que no se escapa, por ejemplo, ninguna de las dislocaciones espaciales de Kubrick), aun a riesgo de ser desdeñado como digno de lunáticos. Cuanto más detalle, ¿más sustancia?



Además de director, Rodney Ascher es el montador de Room 237, labor harto fundamental en este caso, pues de la disposición de las imágenes depende la exploración de los signos y significados que verbalizan los cinco narradores en off. Mientras las voces hablan, Ascher se reserva la potestad de consolidar esos discursos con las imágenes ajenas (el fascinante legado cinematográfico de Kubrick se combina con pasajes de más de 30 películas de cineastas tan dispares como Hitchcock, Corman, Fellini, Murnau o Spielberg) que puedan dotarlas o no de credibilidad, consiguiendo incluso que las distintas teorías lleguen a ser, según el caso, tan complementarias como excluyentes, tan irracionales como factibles. Será en ese momento cuando Room 237 parta de una constatación (la arrolladora capacidad del cine como generador de imaginarios) para acabar convirtiéndose en un recreo intelectual donde cada espectador determinará hasta dónde quiere jugar.