Jess Franco. Foto: Bernardo Díaz
Ya se ha dicho más de una vez, pero me resulta imposible no repetirlo ahora: si Jesús Franco no hubiera existido, habríamos tenido que inventarle. La historia del cine español -además de la historia del cine en general-, sería un lugar muchísimo más aburrido, sórdido y gris sin la figura de este hombre que ha muerto prácticamente, como había profetizado y quería, con la cámara al hombro, aunque ahora fuera una cámara digital, como la que empuñan tantos jóvenes realizadores que han aprendido -y deberían aprender todavía más- de su valentía, perseverancia y descaro.
Con su figura, desaparece, sin duda alguna, el único genuino director de culto psicotrónico, psicotrópico e internacional que hemos tenido y, probablemente, tendremos nunca. Ojo, no pretendo establecer odiosas comparaciones con otros veteranos, la mayoría también desaparecidos ya en combate con la vida, del cine de género español. Pero es que Jess Franco, como tantas veces firmó sus incontables obras y le gustaba ser llamado, era harina de otro costal.
Jesús Franco era un genuino miembro de esa generación más o menos perdida, más o menos reencontrada, a causa del "otro" Franco, de los años 60 y 70. Un autoexiliado cerebro de la intelligentsia, próximo a la izquierda exquisita, pero que cambió lo de exquisito por lo de psicotrónico, mucho antes de que nadie supiera lo que era. Jess Franco aunaba el amor genuino por la cultura popular -el bolsilibro, los tebeos, el cine de terror y misterio, el erotismo, la serie negra...-, con su deconstrucción cómplice y autoral, servida en un impensable formato de imparable producción y, sobre todo, coproducción comercial a destajo -lo que los anglosajones llaman exploitation-, donde la cantidad se convirtió en parámetro de calidad, la caradura en talento y el genio en indisimulado ejercicio de supervivencia.
Jesús Franco estaba mucho más cerca de criaturas extrañas y salvajes como Ed Wood Jr., Russ Meyer, Jean Rollin o Roger Corman -salvando todas las distancias posibles e imposibles- que de Klimovsky, Aured, Naschy, y los demás esforzados artesanos del fantaterror y el cine de género español. Era un exquisito que en lugar de quedarse en escasito, como dice un buen amigo acerca de la nouvelle cuisine, optó por el estajanovismo, por la producción en masa y en serie, uniendo forma y fondo en un concepto único, intransferible e inclasificable. En aproximadamente doscientas películas, realizadas desde finales de los años 50 hasta el año pasado mismo, Jesús Franco rompió las barreras del bien y del mal, del buen y el mal gusto, para erigirse como una figura duchampiana, haciendo de su propia persona y nombre un arte en sí mismo, capaz de nublar el sentido crítico de cualquier cinéfilo, cinéfago o espectador.
Partiendo de las entrañas del cine más comercial -pionero del porno en nuestro país-, Jesús Franco estableció sus propias normas del juego, mostrando que las convenciones cinematográficas -estéticas, morales, críticas- no son más que, precisamente, eso: convenciones. Jugando, pues, un juego mortal de necesidad, que ofendió, ofende y ofenderá a muchos, y que hasta a menudo es incomprendido por sus propios admiradores. ¡Cuántos fans de Jesús Franco lo son o lo han sido... sólo hasta ver alguna de sus películas! ¡Cuántos amantes de su cine lo son porque les hace "gracia" o porque creen que es "malo"! El cine según Jess Franco no conoce límites ni reglas, fronteras ni etiquetas -más allá de ese epíteto importado e inevitable de psicotrónico, que adoptamos perezosamente a falta de otro mejor o propio-, y es, ante todo y sobre todo, anti-cine, en un sentido tan profundo que puede codearse con los experimentos más arriesgados de Godard, Anger, Resnais, los Kuchar o Robbe-Grillet, a los que, en realidad, se encuentra más próximoque a sus coetáneos del terror ibérico.
Pero no nos pongamos pretenciosos. Las pretensiones son también y fueron siempre víctimas del "franquismo" desquiciado de nuestro director. Era capaz de filmar un porno inyectándole la pretensión del más petardo artista experimental, mientras convertía sus obras con máspretensiones artísticas e industriales en esperpentos descarados. Con él, era imposible saber a qué atenerse. Nunca sabremos si realmente creía que su Drácula era superior al de Coppola, pero era imposible no derrumbarse ante la convicción con que lo afirmaba, pese a que al ver su película una y otra vez, nos pareciera imposible. Tan imposible, que a lo mejor es verdad, y su Drácula es mejor que el de Coppola...
En cualquier caso, Jesús Franco era único e incomprendido (¿incomprensible?) en nuestro panorama nacional, y como tal fue admirado, loado y entendido siempre mucho mejor entre los extranjeros. Franceses, ingleses, italianos, japoneses... Curtidos en el otro lado de la pantalla, en la otra historia secreta del cine, captaron con presteza la importancia seminal -en todo el sentido del término- de Jess Franco y su inabarcable producción. No es raro tampoco que, erotómano, iconoclasta, caótico, desordenado y erudito, huyera del árido desierto hispano para rodar en países como Francia, Alemania e Inglaterra. Si uno mira su cine con atención, a veces parece imposible que, de hecho, Jesús Franco fuera un director español. A pesar de lo cual, a menudo, como en Buñuel, lo español, e incluso lo hispano e ibérico, aparece entreverado en la fibra misma de su obra, ejemplo quizá posmoderno e hipermoderno de la picaresca española elevada al cubo.
Finalmente, Jesús Franco, incapaz de sobrevivir a esa otra extraña criatura que era Lina Romay, su eterna cómplice y compañera, nos ha dejado. Nos ha dejado con películas inolvidables como Gritos en la noche, Miss Muerte, Necronomicón, Vampyros Lesbos, Una virgen en la casa de los muertos vivientes o Los depredadores de la noche... Auténticas joyas del Cinema-Bis, que dicen y dicen bien los franceses. Pero nos ha dejado, sobre todo, con una obra que es, en su conjunto, todo un monumento a la "otredad". Una inconmensurable filmografía donde lo peor y lo mejor se dan la mano, se funden y confunden en orgiástica coyunda, destruyendo con secreta ironía las reglas no escritas del arte cinematográfico. Recuperando la esencia voyeurista, erótica y visceral del propio cine, de hacer y de ver cine. Despojando de palabras a quienes tantas veces tratamos, estúpida e inútilmente, de explicarlo. Si Jesús Franco no hubiera existido, en efecto, habríamos tenido que inventarlo... Pero ahora que Dios, perdón, Jess Franco, ha muerto, ¿qué será de nosotros?