Image: Tibio Farhadi, rabioso Jia Zhang-ke

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Cine

Tibio Farhadi, rabioso Jia Zhang-ke

El director iraní se queda corto con Le passé y el realizador chino entrega un ambicioso retrato de su país dando rienda suelta a la rabia y la frustración

17 mayo, 2013 02:00

Le passé, de Asghar Farhadi (arriba) y A Touch of Sin, de Jia Zhang-ke (abajo).


El director Asghar Farhadi cosechó quizá el triunfo internacional más sonado del cine iraní al recoger en 2011 el Oso de Oro en Berlín y el Oscar en Hollywood por Nader y Simin: una separación, un afinado retrato moral de la sociedad iraní mediante el proceso de divorcio de un matrimonio que servía como pretexto para desgranar las coyunturas de la sociedad persa. El film proponía una apertura a modelos occidentales no solo en el comportamiento de sus personajes, sino en la elegancia y sobriedad de la puesta en escena, en el modo en que las relaciones humanas eran tratadas en su justa complejidad -de manera que el espectador ocupaba el papel de juez-, llenas de matices, malentendidos y zonas grises. En su último largometraje, Le passé, Farhadi exporta su sistema narrativo -que consiste básicamente en narrar los hechos y retratar a los personajes de la forma más indirecta posible- al entorno francés, mediante el regreso a París del iraní Ahmad (Ali Mossafa) para, cuatro años después de su separación, concluir el proceso de divorcio de su mujer francesa, Marie, interpretada por Berenice Bejo, la protagonista de The Artist.

Con un plano simbólico terminaba Nader y Simin, una separación, proyectando en el espacio de la pareja la distancia emocional que los separaba, y de un modo muy similar arranca Le passé, con la comunicación muda, a través de un cristal, cuando el antiguo matrimonio se reencuentra en el aeropuerto. En verdad, Ahmad tiene otro objetivo en París, que pasa por ofrecerse como mediador entre Isabelle y la hija adolescente de ambos, Lucie, quien se resiste a convivir en la misma casa con la nueva pareja de su madre, que está casado, tiene un hijo y, además, su mujer, que permanece toda la película fuera de campo, está en coma desde hace ocho meses. El enjambre familiar, al que se van añadiendo personajes, mentiras trascendentes y relaciones secretas, configura un territorio de tensiones en el que todos los personajes esconden sus tormentos interiores mientras tratan de empezar una nueva vida, para darse cuenta de que aún viven encadenados a un pasado no del todo resuelto.

Farhadi se enfrenta a un desafío difícil y no lo resuelve con la misma clase de brillantez demostrada en su anterior filme. El entramado de detalles y la naturaleza conflictiva del drama, como si fuera un thriller de sentimientos, exigen un pulso extraordinario para modular los tiempos, subrayar lo que debe subrayarse y matizar lo que debe ser matizado. Hay demasiados elementos en juego y pronto advertimos que los múltiples desvíos que propone este melodrama familiar avanzan hacia todo un espectro de efectos colaterales que, una vez que estallan, ya han perdido su misterio, y probablemente su interés inicial. Son los diálogos los que proponen la acción, en lugar de los comportamientos de los personajes, y las largas secuencias explicativas tienden al emborronamiento, al despiste y al jeroglífico emocional, de manera que la multiplicidad de temas arrojados sobre la pantalla -desde los efectos del divorcio en los hijos a la reformulación de la célula familiar pasando por un estudio sobre la depresión y la difícil búsqueda de un hogar- se pierden en un galimatías de razones y sinrazones, rozando peligrosamente el carrusel pasional de un culebrón. Frente a este panorama, recibido con tibieza por la prensa, parece improbable que el jurado encuentre motivos para premiar Le passé.

También compite por la Palma de Oro el director chino Jia Zhang-ke. Para comprender y experimentar las radicales contradicciones bajo las que viven los habitantes del nuevo orden chino, el cuerpo de trabajo de Jia Zhang-ke, un director tan reverenciado en Cannes como en Venecia, es absolutamente ineludible. La amplitud de sus retratos semi-documentales de la China contemporánea, abarcando múltiples generaciones y conflictos sociales, pero con una sensibilidad extraordinaria para sondear sus desalentadores horizontes vitales, merecen un destacado lugar entre la cinefilia de principios de siglo. Pickpocket (1998), Platform (2000), Unknown Pleasures (2002), The World (2004), Naturaleza muerta (2006) y 24 City (2008) son todas ellas películas que glorifican el arte del cine como una ventana tanto al interior como al exterior del ser humano en el vértigo cambiante de la contemporaneidad. En su último y muy ambicioso filme, A Touch of Sin, Jia Zhang-ke ofrece hasta ahora su retrato más ambicioso de la China de hoy, pero cambia de registro para dar rienda suelta a la rabia y la frustración, a un pesimismo y desencanto que siempre estuvieron ahí, pero que nunca había mostrado con tanta evidencia.

A Touch of Sin nos cuenta a lo largo de más de dos horas tres matanzas y un suicidio, cuatro historias que se ven súbitamente alteradas por la irrupción de la violencia irracional. Las cuatro historias, sensiblemente conectadas entre sí, dramatizan sendos incidentes ocurridos en varias provincias chinas, por lo visto muy populares en el país asiático. Hay algo en común entre los protagonistas de los tres primeros relatos: son personajes oprimidos por una sociedad que cambia a una velocidad extraordinaria, y que ve cómo las disparidades entre ricos y pobres son cada vez mayores. Mayores las injusticias, mayores las reacciones de violencia. Los tres personajes (dos hombres y una mujer) toman el camino de la brutalidad como forma de proteger su dignidad. La cuarta historia es la de un joven que, frente a la falta de horizontes existenciales, toma la decisión final más irreversible, en una secuencia que funciona casi como una cita del impactante y negro desenlace de Alemania año cero.

Apostando por los desequilibrios de tono y aliado una vez más con la enorme fuerza plástica de su cine, Jia Zhang-ke propone un desconcertante pero al mismo tiempo fascinante cruce de códigos cinematográficos. De un lado, extrae la intimidad y el contexto del drama social mediante la impronta documental que suele apoderarse de sus películas, con el empleo de actores no profesionales y la filmación en espacios reales y geografías de una cualidad pictórica. De otro lado, en los momentos en que la violencia se convierte en el motor de las historias, adopta el lenguaje cinemático de los wuxia pian, es decir, los filmes de artes marciales chinos. (De hecho, el título propone una variación respecto a A Touch of Zen, de King Hu, uno de los grandes clásicos del género). La película de este modo da salida a la rabia incontrolable que se apodera de sus personajes, pero logra que el exceso y la barbarie del artefacto no nos distancie de la tragedia y la poderosa radiografía social que, como una épica de amplitud panorámica, se va revelando frente al espectador.