Alejandro Groic en Carne de Perro, de Alberto Guzzoni

'Carne de perro' bucea en la trastienda psicológica de un ex militar chileno

El hombre al que sigue el filme en cada plano, su "carne de perro", fue probablemente un torturador bajo el régimen de Pinochet. Aunque esto solo podemos intuirlo. En la escena de arranque, cuelga el teléfono y golpea la pared con violencia, una y otra vez. Avanza hacia el fondo del plano y entra en desenfoque. Así, desdibujado, como un ser que nunca se define (no al menos hasta el final), permanecerá el resto de la película, con la que el chileno Alberto Guzzoni obtuvo el premio Kutxa Nuevos Directores en el pasado festival de San Sebastián. Guzzoni encierra a su personaje de comportamiento bipolar en los límites de lo visible. Carne de perro lleva su propuesta hasta el final sin salirse de la línea de puntos que traza su trayecto moroso y asceta, como si fuera un esbozo, apenas el esqueleto de una historia que podría ser una tragedia.



La indefinición como seña de identidad. La indefinición del filme y de su protagonista, indefenso frente a los ataques de ansiedad. Carne de perro es especialmente parca con la información que da al espectador. Su fuerza motora es la apariencia documental (estilizada cámara en mano) pero su campo gravitatorio permanece fuera del plano, en todo aquello que nuestra mirada pueda aportar, imaginar, deducir. No es un juego adivinatorio ni una ecuación que debamos resolver. Es en todo caso lo más parecido que obtendríamos de cualquier persona(je) al que la cámara se propusiera (per)seguir en su rutina, rechazando todo asomo de herramientas explicativas.



Tensiones latentes

Ni siquiera los testimonios que graba en cintas (vive atrapado en el pasado, he ahí una elocuente información) son suficientes para componer una idea más o menos precisa del personaje, interpretado con inquietante verdad por el granítico Alejandro Goic: sus muecas desquiciadas, su andar cansado, sus ojos asustados cargan con toda la tensión latente del no-relato. Vemos a este hombre, que se llama Alejandro, cuando va a recoger su coche viejo al taller, en su cita con el médico, en una reunión de militares retirados o viendo un mitin filonazi en la televisión. Lo vemos entrar en un prostíbulo y lo vemos también curándole las heridas a su perro. Heridas de golpes que él mismo le ha propinado. Lo vemos, sobre todo, tremendamente solo. Asustado. Inestable.



Carne de perro se impone tantas restricciones que permanece abocada a la insidiosa monotonía. ¿Cómo filmar una vida que quiere salir de su letargo, una vida en el limbo? Sin vacilaciones, tejiendo una película extremadamente fiel a sí misma. Suspendida en un conflicto (porque todo drama, por desdibujado que sea, debe tenerlo), avanza hacia una catarsis. Eso lo sabemos, lo esperamos. El gran valor de Carne de perro es que, desde la acumulación de instantáneas y pequeños sucesos, acaba revelando una menta fracturada que emerge como elocuente metáfora de los traumas históricos del país. En el tramo final, los contornos adquieren una forma precisa. Alejandro deja de ser un personaje desdibujado. El desenfoque es ahora interior.