Emma Watson es Nickie en The Bling Ring, de Sofia Coppola.
Quinto filme de Sofia Coppola, 'The Bling Ring' reconstruye la historia real de unos niños ricos de Hollywood que asaltaron casas de celebridades por puro fetichismo. Adicta a las sombras del lujo y la banalidad, Coppola añade entusiasmos y rechazos a su causa cinematográfica.
Basado en hechos reales, inspirándose en un reportaje leído en Vanity Fair, el quinto largometraje de Coppola da título a un grupo de adolescentes de Hollywood obsesionados con la fama que se dedicaron durante meses, de forma impune, a asaltar casas de celebridades. Buscaban en internet su dirección y paradero, y en las noches en que sabían que estaban fuera de la ciudad, allanaban sus moradas en éxtasis fetichista, con especial inclinación al expolio de roperos. Las víctimas fueron Paris Hilton, Megan Fox, Lindsay Lohan, Orlando Bloom, etc. Lo hacían porque podían hacerlo. Su impulso no era monetario, sino lúdico y fetichista. Y pareciera también que Coppola ha hecho la película porque podía hacerla, porque podía entrar en el ropero de Paris Hilton -filmó en su verdadera casa- y mostrar al mundo otras formas de obscenidad. Su fetichismo es ambiguo, no muy distante de la superficialidad que propulsa a sus protagonistas.
La mirada de Coppola a la cultura y el estilo de vida ‘celebrity' se funde por tanto con las ensoñaciones adolescentes de un grupo ‘teen' de niños bien atrapados en su narcisismo y aburrimiento, para quienes no hay nada más sagrado que un Hermés. Liderado por la impenetrable y calculadora Rebbeca (Katie Chang), aunque narrada desde el punto de vista de Marc (Israel Broussard), el único chico de la banda, el retrato de la banalidad queda concentrado sobre todo en la insoportable Nicki (Emma Watson, la niña de Harry Potter), que encarna todo lo que hay de perverso en la vida de unos pijos de California habitando su burbuja de bienestar: "¡Oh my God! ¡Oh my God!", repite extasiada frente a la colección de zapatos y bolsos de marca que Hilton almacena en su mansión, tan atrofiadamente hortera que solo podemos maravillarnos o deprimirnos. Coppola nos invita a sentir las dos cosas.
En una propuesta que sorprende, viniendo de quien viene, por su alarmante escasez de ideas fílmicas, Coppola observa a sus criaturas de la pubertad con fascinación pero sin misterio. Ralentiza sus gestos -cómo bailan, cómo se fotografían, cómo esnifan y beben y se maquillan- del modo en que Peckinpah ralentizó la poética de la violencia. Es el mantra visual de The Bling Ring, un mantra casi antropológico, pero nunca lírico o siquiera caricaturesco. Al filme de Coppola parece faltarle toda la provocación estética con que Harmony Korine cargó las tintas de Spring Breakers, artefacto macarra de temática similar que le gana la partida en intenciones y resultados. A Coppola le ha podido la nobleza de estirpe. O el aburrimiento.