Lo contrario a la vejez
Imagen de Memoria de mis putas tristes, de Henning Carlsen
El danés Henning Carlsen completa una protocolaria adaptación de Memorias de mis putas tristes, la novela de García Márquez, guionizada por un buñueliano Jean-Claude Carrière que se ha visto impresionado por el tamaño del texto.
De repente, ante el cuerpo limpio de una adolescente, el viejo deshace los nudos de una vida entera vivida a ciegas (no podría ser de otro modo). Un último acto de amor en definitiva justifica cada una de las derrotas pasadas. La propuesta del colombiano es un violento e incómodo manifiesto contra el lugar común, contra la corrección política, contra el cansancio del intelectual otoñal. Contra la pereza, en resumen. Y de ahí, sin duda, la polémica (triste), quizá escándalo, levantado. Todo el texto discurre en la cabeza y voz, primero cansada luego enfebrecida, de su protagonista. El silencio atronador de la palabra impresa es, de hecho, el terreno apropiado para este ejercicio de estilo a contraestilo.
Y ahora la pregunta: ¿cómo trasladar este mundo irrespirable y a la vez resplandeciente y fértil a la pantalla? Con dificultad, cabría responder. La película firmada por el danés Henning Carlsen es toda ella un esfuerzo por recuperar la voz de la novela. Por ser leal ("Se puede ser infiel, pero no desleal", dejó escrito García Márquez). Y es en este empeño donde se resuelve su desigual fortuna. El director, también él anciano y al que se le recuerda una magnífica película de 1966 que respondía al nombre de Hunger, quiere reproducir en la pantalla y de la mano de un guión firmado por el buñueliano Jean-Claude Carrière la aventura existencial de su héroe, y hacerlo exactamente en el mismo campo de batalla en el que debate el texto del autor. Es decir, en el interior no tanto de su protagonista como de las propias palabras del protagonista. Aunque parecido, no es lo mismo.
Con bastante mejor fortuna que en adaptaciones anteriores del autor (amarga recordar El amor en tiempos de cólera, de Mike Newell, con Javier Bardem en su peor papel), el resultado, sin embargo, se duele en exceso del recuerdo vívido del texto original. De hecho, lo más brillante y seductor de la película sigue siendo la letra virgen de la novela original; una letra apenas empañada por una puesta en escena que se limita a seguir fiel y algo perezosa el eco de la voz. Falta esa infidelidad (no deslealtad) que el propio Márquez seguramente habría aceptado sin rechistar.
Como la propia novela narrada en primera persona, la cinta quiere reproducir el viaje desde la desazón cómoda del viejo que se reconoce en su vejez lasciva y huera ("El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen") hasta la algarabía del descubrimiento. Tardío, pero descubrimiento al fin y al cabo. El problema es el exceso de respeto, el cansancio demostrado por un director incapaz de seguir el paso a su protagonista. Cuando acaba la novela, el viejo ya no es ese ser respetado, cursi y elegante que quisiera Gil de Biezma, sino su contrario. Y para llevar eso a la pantalla hace falta romperla, destruir cada uno de los lugares comunes y perfectamente ilustrados que encierra a la última de las edades en el asilo del pesimismo cultivado. Falta director o sobra texto. Según se mire.