Seymour Hoffman en una imagen de una de sus últimas películas, The Master.

Pocos actores de su generación, o quizá ninguno, alcanzaron el nivel de respeto y admiración por su talento de Philip Seymour Hoffman (Nueva York, 1967-2014). Su trágica muerte por sobredosis es el más triste y prematuro punto y final de quien se convirtió en el preferido de los mejores directores de Estados Unidos, un actor versátil que parecía dar una profundidad a su personaje que muchas veces no estaba ni siquiera escrita. Tenía un aspecto curioso, como de grandullón tierno y adorable aunque también podía hacer de villano y clavar una mirada que dejaba helado. Seymour Hoffman comenzó a trabajar en los 90 y su primera película importante fue Esencia de mujer (1992), por la que Al Pacino ganó el Oscar y donde daba vida a un patricio neoyorquino con buen corazón.



A partir de ese éxito, Seymour Hoffman combinó como nadie los papeles en el Hollywood más mainstream y también se convirtió en un icono de ese nuevo cine independiente que en los 90 vivía su momento de máximo esplendor. Lo vimos en filmes de acción como La huida (1994) o Twister (1996) pero el reconocimiento y la fama con mayúsculas le llegarían a finales de la década con tres películas que marcaron profundamente la historia del cine americano como sus dos filmes con Paul Thomas Anderson, Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999) y sobre todo aquella obra maestra de la extrañeza titulada Happiness (Todd Solonz, 1998) en la que se convertía en el rostro más perfecto y cargado de profundidad del loser. Fueron años espléndidos para el actor, que también lograba aparecer en otros títulos míticos como El gran Lebowski (1998) y en películas tan apasionantes como El talento de Mr. Ripley (1999), State and Main (1999) o Casi Famosos (2000).



Ese prodigioso final de década convirtió a Seymour Hoffman en el actor indie por antonomasia, en el más capaz de asumir riesgos y aceptar papeles (como el de Happiness) que ninguna estrella de Hollywood habría aceptado. Hoffman destacaba porque era capaz de interpretar a personas reales en sus momentos más duros y menos agradables, de mostrar la cara más oculta que guardamos para nuestros adentros y hacerlo con tal grado de sensibilidad que más que rechazo nos producía una íntima reconciliación con nosotros mismos. Hoffman, con ese aspecto tan "normal" era el actor con el que se podía reconocer cualquiera, y su talento era tan grande que podía dar vida a personalidades totalmente contradictorias y le seguíamos creyendo, del homosexual candoroso de Boogie Nights al reverendo corrupto de otro de sus hitos, Cold Mountain (2003).



En los últimos quince años hemos visto a Seymour Hoffman en muchas más grandes películas. Le dieron el Oscar por uno de sus trabajos menos inspirados, Capote (2005), en el que parecía imitar más que interpretar al gran escritor. Su talento brilla con una luz más intensa en Embriagado de amor (2002), de nuevo con Thomas Anderson, La familia Savages (2007) o la comedia Y entonces llegó ella, en la que reincidía en su personaje de personaje patético y entrañable. No le hizo ascos al Hollywood más mainstream y su arrasadora personalidad infunde grandeza a la tercera parte de Misión: Imposible (2006) o aquella espléndida Moneyball (2011).



Pronto lo veremos en las dos siguientes película de la saga Los juegos del hambre. Hace poco presentaba en Sundance A Most Wanted Man, adaptación de Anton Corbijn de una novela de John le Carré. Su grandeza queda claro en la reciente The Master, de nuevo junto a Anderson, donde lograba estremecer con su mezcla entre candor y brutalidad con su interpretación del mesiánico líder de una secta. Tenía un rostro poliédrico y fascinante que tanto podía expresar terror como dulzura. Lo entrevisté tres veces, me reconoció siempre y llegó a darme su dirección de correo electrónico para que nos tomáramos algo cuando fuera a Nueva York. Nunca lo hice, me sentía intimidado. Quizá era sincero. Los cinéfilos lo recordaremos siempre.