En la noche del sábado, el maestro del cine Alain Resnais falleció a los 92 años de edad, rodeado de su familia. Se marchaba así el director que abrió varias brechas en la historia del cine -con Noche y niebla, con Hiroshima, mon amour, con El año pasado en Marienbad...-, el esteta de la Nouvelle Vague que nunca escribía sus películas, el más proceloso de los exploradores de la memoria en la gran pantalla. Todavía activo a pesar de su avanzada edad, con un espíritu creativo excepcionalmente libre y vigoroso, presentó hace unas semanas en el Festival de Berlín su última película, Aimer, boire, chanter, galardonada con el premio FIPRESCI de la Crítica. Se ha marchado el antepenúltimo de los cineastas que inventó la modernidad fílmica.




Yo no debía estar ahí, pero de algún modo acabé encerrado en el mismo ascensor que Alain Resnais (Vannes, 1922 - París, 2014). Fue por unos segundos, hace cinco años, en Cannes. Acababa de presentar Las malas hierbas (2009) y el tópico se impuso: el más anciano de todos los cineastas a competición había entregado la película de espíritu más leve, más libre, más sabio, más enigmático. Un diamante en bruto. El vitalismo y la energía creativa del filme contrastaba con la imagen de un hombre doblado por el peso de su espalda, caminando con tanta lentitud como determinación. La película volaba literalmente a regiones misteriosas, fascinada por la aviación y el flechazo romántico, construía un universo absolutamente irracional propulsado por el sentido de la aventura, las reglas del azar y el motor del deseo. A sus 87 años, el anciano pintaba sobre el lienzo con la pasión y la libertad de un niño.





Resnais en el rodaje de Las malas hierbas



En el último tramo de su vida y obra, que como siempre ocurre no será el más recordado de su colosal filmografía, Resnais parecía negociar con el tiempo, subvertir su lógica y alterar su significado. Desde que le tuve cerca, esa única vez en mi vida, hizo aún dos películas más, a cada cual más joven: Vous n'avez encore rien vu y Aimer, boire et chanter, recientemente presentada en Berlín. En ellas, como venía haciendo desde Mélo (1986) y depuró con maestría en Pas sur la bouche (2003), volvió a juguetear con los modelos del teatro, a explorar las confluencias narrativas del espacio y el tiempo, a indagar en los laberintos de la memoria. He visto sus últimas películas no tanto con la reverencia que le debemos a un indiscutible maestro, a alguien que hizo su primera película con 14 años (el corto L'aventure de Guy) y la última con 92, sino con la curiosidad y el entusiasmo de quien todavía sabe que puede encontrar algo nuevo y misterioso, de que siempre podrá celebrar el poderío estético de sus construcciones. "Soy un formalista", reivindicaba una y otra vez.





Asuntos privados en lugares públicos (2006)



Cuando en Cahiers du cinéma le preguntaron por qué hizo que nevara dentro de una casa en la conmovedora Asuntos privados en lugares públicos (2006), Resnais respondió: "¿Por qué en El ángel exterminador hay un oso que sube la escalera? Si se le hubiera planteado esa pregunta a Buñuel, se habría partido de risa". Siempre había un oso en sus películas dispuesto a romper la lógica del realismo. Pareciera que su cine, por encima de todo, se ciñó a preguntarse por los misterios de la vida, y por ello sus ficciones, esculpidas sin complejos ni limitaciones, inscribiendo en la "alta cultura" la naturaleza popular de los géneros, los folletines, los cómics, la televisión (se declaró fan de la serie Millenium)... nos seguían atrapando como si fueran extraordinarios enigmas. Seguiremos por siempre atrapados, flotando en la vida inerte de ese balneario en decadencia de El año pasado en Marienbad (1961), donde Giorgio Albertazzi y Delphine Seyrig son todavía incapaces de escapar de sus recuerdos acaso inventados. Algo se quebró en el cine con esa película que, junto a otras de su tiempo, inventó la modernidad del relato cinematográfico proyectando sus callejones sin salida, como si las puertas del subconsciente se abrieran de par en par en la pantalla. Tantos otros maestros, de Fellini a Lynch, le están en deuda desde entonces.





El año pasado en Marienbad  (1961)



Lo cierto es que ese señor de pelo blanco y mirada brillante, de chaqueta negra y camisa roja, con el que compartí ascensor, acompañado por su musa y compañera Sabine Azéma, empequeñecido por la implacable erosión que ejerce el tiempo sobre nuestras espaldas, era ya desde hace cuatro décadas un gigante del arte cinematográfico. Quizá el gran "esteta" de la Nouvelle Vague, para quien el origen del film no fue nunca tanto el tema como las posibilidades formales que le planteaba. Quizá por ello casi siempre se hablará de Hiroshima, mon amour (1959), de El año pasado en Marienbad (1961) y de Muriel (1963), es decir, su "trilogía de la memoria" -filmada en paralelo a la "trilogía de la incomunicación" de Antonioni y la "trilogía del silencio" de Bergman-, por las razones, si me permiten la frivolidad, menos "memorables". Si vemos hoy la primera de ellas, encontraremos en ese torbellino de recuerdos de una pareja atrapada en los desastres de la guerra unas imágenes que pudieron haberse rodado hace dos semanas, tan nuevas y tan extrañamente contemporáneas. Wong Kar-wai, Nobuhiro Suwa, Tsai Ming-liang... en el cine asiático más revulsivo de las últimas décadas es donde, sobre todo, hemos rastreado las huellas de Resnais.



La memoria como trasunto ficcional, pero también histórico. La memoria fue asimismo el vórtice de ese documental con el que Resnais abrió una brecha en la historia del cine, quizá del siglo XX. En ningún otro documento como en la trascendental Noche y niebla (1955) el espectador siente interpelada su responsabilidad (humanista) sobre las monstruosidades cometidas en los campos de exterminio nazis. El pasado y el presente, el blanco y negro y el color, quedaban indisolublemente unidos mediante recursos formales que ejercían un profundo, impactante significado sobre las imágenes. Desde aquella inamovible postura moral -no mostrar lo inarticulable- nacería cualquier tentativa fílmica en torno al Holocausto digna de atención. El Resnais primigenio, es decir, el Resnais documentalista, el de la serie de "films de arte" -Van Gogh (1948), Gaugin (1950) y Guernica (1952)-, el que hizo hablar a las estatuas junto a Marker en Les statues meurent aussi (1953) -bajo el encantamiento del musical americano, ese que tanto evocó en trabajos como On connait le chanson (1997)-, el Resnais devorado por la Biblioteca nacional francesa en Toute le mémoire du monde (1957), ya llevaba en su interior al cineasta del futuro.





Noche y niebla (1955)



Como en aquel filme que contiene acaso el texto poético más modulado, evocador y preciso de la historia del cine, escrito por Jean Cayrol, Resnais no firmó ninguno de sus guiones. Esta circunstancia le coloca en una posición excepcional en el marco de esa política de autores bajo la que comúnmente se le encuadra, según la cual guionista y director (Trufaut dixit) debían ser la misma persona. No es su caso, aunque sabía muy bien qué textos adaptar y con qué guionistas trabajar. No es su caso, aunque siempre supo qué imágenes, qué ritmos, que actores debían llevar esos textos a la pantalla. No es su caso, pero nadie le negará la condición de poeta del cine, cuya obra estableció nítidamente varios "antes" y "después" en la historia del cine. Tras ver Hiroshima, mon amour, Godard advirtió que la película "clausura cierto tipo de cine, que quizá esté acabado; pongamos pues el punto final y mostremos que todo está permitido".





Hiroshima, mon amour (1959)



Como si fuera el oso en la escalera, el cine de Resnais nos mostró precisamente eso, que todo era posible en la modernidad. La dialéctica y las colisiones entre el documental y la ficción, los tiempos y los espacios, el texto y la imagen, vertebrarían sus rupturas cinematográficas. Se ha ido el antepenúltimo de los valerosos y jóvenes turcos que rompieron la pantalla cinematográfica para volver a reconstruirla, y que entonces pudiéramos ver sus junturas. Aquella generación que iluminó la conciencia del cine, su seducción autorreflexiva. Desaparecidos Truffaut y Malle, y Rohmer y Chabrol y Marker en los últimos años, quedan Rivette, Vardá y Godard, todavía activos y combatientes.



En el ascensor, o en cualquier otro momento (no fue posible entrevistarle), hubiera sido imposible decirle todo esto al maestro Resnais. Cuando nuestras miradas se cruzaron, solo acerté a chapurrear: "Merci beaucoup, monsieur Resnais". Creo que ensayó una media sonrisa.