Image: El sexo y el miedo

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Cine

El sexo y el miedo

7 marzo, 2014 01:00

Joven y bonita, de Ozon

De regreso tras el éxito de En la casa, el prolífico François Ozon rastrea en Joven y bonita las claves ocultas de lo impúdico. Su actualización del mito Belle de jour no deja a nadie indiferente.

El sexo asusta. En su interior, dicen, habitan los fantasmas de todos nosotros. Incomprensible, voraz y profundamente maleducado. Quizá por ello, el cuadro El origen del mundo pasó toda su vida oculto. Un total de cien años fue el tiempo que se tomó la pintura de Gustave Courbet en convertirse en todo lo que dijeran de ella. Luego se pudo ver con cierta y algo turbia normalidad, pero ya era tarde. Para entonces, cuando el Gobierno francés decidió exponerlo en 1995 en el Museo d'Orsay, el cuadro ya había sufrido la infección de las palabras, los insultos, los aspavientos, los denuestos y los elogios encendidos. Todo a la vez y para siempre.

Joven y bonita, de François Ozon, lo sabe. La película es consciente de que mirar el sexo de frente da miedo. Asusta, intriga y nunca consuela. Y a ello se aplica con denuedo: a enseñarlo todo, a dejar ver cada uno de los pliegues de su piel. No es tanto pornografía como, ya se ha dicho, sexo. La película cuenta la historia de Isabelle, una joven de 17 años, estudiante de día y prostituta de noche. Belle de jour para nuevos tiempos. No hay más. O sí. La brillantez y riesgo de lo expuesto por Ozon consiste en alejarse de patrones morales o denuncias sociales con una elegancia ciertamente molesta. Es una película que incomoda siempre en el mejor de los sentidos.

No es una historia de amor. O sí, pero al revés. En el cuerpo fundamentalmente bello de la actriz Marine Vacth, se deshace una historia sucia sin pasión y sin dueño. Sólo sexo interesado y con el precio tatuado en lo más profundo. La estrategia consiste en retratar cada detalle hasta convertirlo en algo tan evidente y natural que, en efecto, asusta. La naturalidad, como bien intuía Courbet, puede ser también una forma de agresión. Molesta la imagen impúdica de la normalidad sin artificios, sin leyendas explicativas, sin instrucciones de uso. Sin moral.

La idea es acercarse a lo crudo de la carne desde la más absoluta normalidad. Con la curiosidad con que lo hace Isabelle. Y eso, claro está, produce interferencias en el ánimo y pone en cuestión el más elemental (por básico que sea) código de valores. La joven no es tanto la víctima que dice el sistema judicial, que también, como la consecuencia hasta lógica de una sociedad incapaz de entender casi nada. Y es aquí donde Ozon se detiene. Para cuando reparamos en que todo es normal, el daño ya está hecho. Nada es normal cuando de lo que se habla es de sexo. El sexo está ahí para subvertir las normas más elementales de la lógica. La normalidad es una ilusión o, mejor, el síntoma más evidente de la enfermedad que todos padecemos.

La cámara discurre por cada una de las situaciones, extrañas y violentas, sin alarmarse en exceso. Cada encuentro furtivo se alimenta de su trivialidad. Sin vicio, sin maldad, sin asomo de miedo. O sí. La búsqueda del cinéfago Ozon consiste en desacralizar los límites, romper los tabúes. El naturalismo es también una dolencia.

La propuesta híbrida de Ozon, entre la tragicomedia, la crueldad y el esteticismo casi pornográfico, sirve igual para desentrañar las claves ocultas y prohibidas del despertar del deseo y la sexualidad como para cuestionarse el sentido de casi todo. Forzadamente desestructurada, la película está ahí para despistar, buscar registros nuevos, llamar la atención sobre sí misma. Características todas ellas que mantienen con los ojos abiertos al espectador. Hiere, intriga y despista.

Joven y bonita, por acabar en el principio, camina cerca del cuadro de Courbet. Los que pretendían insultar al cuadro, acaban por hacerlo a sí mismos. El largometraje de Ozon es exactamente eso: la imagen de lo que somos. Una vagina, pues eso es lo que dibuja Courbet, que describe perfectamente su mundo y su origen: El origen del mundo.