Jared Leto y Matthew McConaughey en Dallas Buyers Club.

Dirigida por el canadiense Jean-Marc Vallée, Dallas Buyers Club traiciona su brillante presupuesto original en favor de la mediocridad impuesta por el ritual de los Oscar, que premió a sus dos protagonistas.

Si Matthew McConaughey y Jared Leto no tuvieran el Oscar, Dallas Buyers Club sería mucho mejor película. Pero los tienen y eso la hace irremediablemente peor. O, simplemente, mediocre. Hace tiempo que los Oscar han dejado de ser simplemente un premio con el que promocionar una industria en declive para transformarse en casi un género cinematográfico. O algo mucho peor. Un Oscar quiere ser un sello de calidad universal destinado a borrar cualquier controversia. Su lógica perversa pretende desautorizar cualquier amago de disonancia, cualquier voz ligeramente atonal. Su vocación de unanimidad (ganan los mejores, dicen) obliga a que las películas dignas de tal galardón acaben normalizadas y sujetas al patrón del término medio, del gusto unánime, de lo respetablemente mediocre. El problema añadido es que la creciente universalizacion de una gala cada año más plomiza acaba por eliminar todo lo que no cae bajo su influencia.



Y ese proceso de mediocratización, llamémoslo así, es especialmente llamativo en la película dirigida por Jean-Marc Vallée. Apenas arranca, un duro cowboy se revienta y desfonda contra el vidrio sudoroso de una botella vacía. La testosterona hiede y también hiere. Un polvo sucio, una galopada de ocho segundos sobre un toro salvaje y un cuerpo que se parte en dos. Irresistible. La cámara del director penetra en la carne hasta alcanzar la herida. La mirada se fractura en la exposición esquinada de una vida sin rumbo. Pocas formas de amarrar al espectador a una butaca como la exhibida por el cineasta canadiense, autor de fábulas tan delirantes, gráciles y místicas como CRAZY o Café de Flore.



Pero pronto, y ahí la peste de los Oscar, la cinta pierde filo, hondura y, todo sea dicho, interés. A medida que avanza, caminan con ella los gestos manidos del melodrama. La normalización antes referida. Y así, lo que prometía ser el más salvaje, extravagante e hipnótico relato en tiempos de SIDA (de eso va), acaba transformado en sólo un gesto solemne. Uno más. Digno, ya sí, de todos los Oscar del mundo. Sin duda, una película mucho más enérgica y violenta que la media al uso (no es Philadelphia, que nadie se asuste), pero muy lejos de esa primera escena, de ese primer brillo en la pantalla.



La película, para situarnos, cuenta la historia real de Ron Woodroof, un tipo indeseable que en 1986 fue diagnosticado como portador de VIH. Los médicos le dieron 30 días de vida. "No hay nada que pueda acabar conmigo en un puto mes", ruge en pantalla. Lo que sigue básicamente es una pelea necesariamente agónica por mantenerse vivo. Como los únicos medicamentos capaces de contrarrestar las consecuencias del SIDA aún eran ilegales en Estados Unidos, se dedicó por su cuenta y riesgo a acortar los plazos impuestos por la burocracia. Traficó con ellos y creó el primero de los clubes de "compradores de vida" que surgieron por toda la geografía americana.



Por supuesto, a estas alturas ya nadie duda de que McConaughey es un gran actor. Es más, la propia película se despeña precisamente en su entregada devoción a una interpretación desmedida, desangrada y procaz. Inolvidable tal vez. El problema son los daños colaterales. De repente, todo queda en un segundo plano: desde la propia historia a cada uno de los personajes secundarios, condenados a seguir el ritmo del protagonista o a desaparecer. Jared Leto opta por lo primero y como McCounaghey se deshace literalmente ante los ojos del espectador. Igual de desmedido, igual de desangrado, tan procaz como él. Lo demás, incluida la propia narración, opta por ausentarse hasta la más triste de las mediocridades. Qué gran película nos hemos perdido. Y todo por culpa de, precisamente, los Oscar.