Dice Luis Miñarro (Barcelona, 1949) que Stella cadente será probablemente la última película que produce después de 17 años y 30 títulos. Un filme que pone el punto final a una trayectoria como productor que le ha llevado a ganar una Palma de Oro en Cannes, con El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas (2010) y a estar detrás de los proyectos más arriesgados y audaces del reciente cine de autor en nuestro país, de José Luis Guerín (En la ciudad de Sylvia) a Javier Rebollo (El muerto y ser feliz) pasando por Albert Serra (Honor de cavalleria) o sus colaboraciones con Manoel de Oliveira (El extraño caso de Angelica) y Naomi Kawase, cuya última película, Still the Water, acaba de triunfar en Cannes. La más reciente como productor de Miñarro y la primera de ficción que dirige él mismo tras los documentales autobiográficos Family Strip y Blow Horn (ambos de 2009).
En Stella cadente nos propone una mirada hacia la historia de España para descubrir a un rey tan breve como prácticamente olvidado, Amadeo de Saboya, quien reinó desde 1870 a 1873 en una época convulsa marcada por la inestabilidad política, el empobrecimiento del país y la lucha de los estamentos tradicionales, nobleza e iglesia, por mantener sus amplios privilegios en unos tiempos en los que corrían aires liberales por España. La impotencia de un rey ilustrado que nada puede hacer contra unos poderes fácticos que lo tratan como una marioneta y que vive enclaustrado en un castillo marcado por las tensiones sexuales es el asunto de este filme que busca una “narrativa no lineal” para adentrarse en los lastres de una nación acosada por las deudas y la ignorancia.
-¿De dónde surge su interés por un monarca tan olvidado por la Historia?
-Cuando era pequeño mi abuela me regaló un duro de plata con la efigie de Amadeo de Saboya que siempre ha estado en mi despacho. Quizá todo viene de allí. El hecho de ser alguien oscuro, casi un rey de alquiler sobre el que apenas hay documentación, te permite poner en marcha la imaginación. De todos modos, inventamos a partir de datos conocidos. Sí sabemos que leía a los progresistas de la época, como Leopardi, que le gustaban Verdi y Wagner y creía profundamente en la separación entre Iglesia y Estado, un principio básico para toda la familia Saboya que le dio muchos problemas. También sabemos que era un voyeur que leía novela erótica y que tuvo una amante en España. A partir de aquí, fabulamos. También he aprovechado para liberar fantasmas propios.
-¿Surge la película como una metáfora de la situación actual?
-Cuando empecé a pergeñarla, hace cuatro años, no se sabía que la crisis iba a ser tan larga, fue la época de los “brotes verdes”. En principio no era la intención pero después compruebas que ese paralelismo existe y es inevitable. Amadeo llega a Madrid con la genuina intención de modernizar el país y choca con ese aspecto obtuso de nuestro carácter, la falta de flexibilidad y cierta arrogancia. Ahí están problemas de hoy como las trifulcas territoriales, una deuda pública inmensa, los bancos cortando el crédito, políticos que también forman parte de los consejos de administración... Son problemas que pasan de generación a generación aguardando a que alguien los solucione pero que todos los gobiernos esconden debajo de la alfombra.
-Amadeo es un rey trágico que está aislado en palacio. ¿Quería hacer un retrato psicológico de la frustración?
-Me interesaba explorar la soledad y también la idea de liberación. Vemos a un individuo aislado en un contexto aparentemente hostil, ese castillo es como un ovni, un país desconocido en el que nada más llegar asesinan a su principal valedor, el general Prim. Pero no es una película rígida ni solemne. Funciona como el mecanismo de un juego, retrata el paisaje mental del rey y en este sentido es ambigua, es contradictoria, porque los seres humanos lo somos. En artes plásticas o en literatura se tiene una libertad absoluta que no vemos en el cine.
-¿Cuándo habla de esa liberación se refiere a que Amadeo por fin comprende su incapacidad y renuncia?
-Exactamente. Me interesaba representar que la vida es más importante que el poder, el trabajo o los propósitos que puedes llegar a hacer. En ese ambiente opresivo, cuando Amadeo es abandonado por su mujer y asesinan a su asistente, por fin comprende que no hay nada que hacer y por eso vemos cómo tira la faja y la espada y brota agua de una roca. Cuando reacciona, hay una liberación. Por otra parte, nada es tan fijo ni sólido como queremos creer.
-¿Qué papel juega ese castillo en el que los personajes viven atrincherados?
-Esta película es como un trampantojo con puertas que se abren y se cierran. El cine tiene que ganar esa capacidad para transmitir lo inconsciente. Ese erotismo tiene varias lecturas. La puesta en escena de la película, muy teatral, tiene influencias del cine portugués y de Oliveira pero no es pesimista. Es voluptuosa, luminosa, mediterránea y muy latina. Por otra parte, en el ser humano siempre hay una faceta oculta y no asumida que tiene que ver con un afán de conquista. No me interesaba que los actores aprendieran el guión de carrerilla, he trabajado con ellos desde la sensualidad.
-Mezcla géneros, introduce canciones italianas del siglo XX y juega con varios referentes...
-Es una película de pensamiento psicodélico, sicalíptico y republicano pero de estética monárquica. Si el cine es el espacio mágico entre un fotograma y el siguiente ahora, con la tecnología digital, tendría que ser el espacio indefinible entre secuencia y secuencia. Quise en todo momento no tener una dimensión ortodoxa del tiempo. No sabes si lo que estás viendo sucede hoy, mañana o hace un mes. Hay un cruce de estilos permanente, navega entre el melodrama amoroso, una película de época y el musical pop. He intentado que esa mezcla sorprenda pero no rechine.
-El filme está plagado de metáforas audiovisuales, ¿quiere que se entienda como una película simbólica?
-Hay un metalenguaje, una simbología, que el espectador no tiene que captar necesariamente porque la película funciona por sí misma. En esto me siento próximo a Buñuel.