Hermosa juventud, las vivencias de una generación a fecha de hoy

Jaime Rosales captura en Hermosa juventud la extraña perfección de un tiempo, el nuestro, decididamente imperfecto. El director de La soledad huye en esta ocasión del drama, de la mentira de la sinopsis, con una determinación que aparece inédita en los postulados de su cine.

Parménides, hombre experimentado, no terminaba de ver la famosa teoría de las ideas de Platón. Así que le planteó (en el diálogo que, precisamente, lleva su nombre) al jovencísimo Sócrates varias cuestiones. La primera: ¿existe idea de cosas como el pelo o la suciedad? Apurando el argumento: ¿existe idea de la fealdad? La cuestión no es menor, aunque sí muy vieja. En ella reside en parte la quiebra de la modernidad. Un ejemplo: a los nazis les molestaba sobremanera lo ‘feo'. Hasta el punto de que hicieron lo posible por exterminarlo por "degenerado". Es decir, sin género o fuera de género.



Hermosa juventud es el título de la última película de Jaime Rosales y, a su manera, es la menos platónica de todas sus películas, la más imperfecta, la menos pensada, la más pendiente de la rugosidad de la superficie. Y, sin embargo, por ello mismo, se antoja la más acabada, la más cerca del ideal de belleza radical al que desde el principio aspira su cine.



La vida ajena

La idea de la cinta es sencilla. Se trata de inmiscuirse en la vida ajena para capturar el ritmo monótono de los gestos repetidos. Más en concreto, de la vida de dos jóvenes (los actores Ingrid García Jonsson y Carlos Rodríguez) a fecha de hoy. Tan cercano y tan raro a la vez. Toda la película no persigue otra cosa que dibujar el perfil, si se quiere anodino, de lo que escapa necesariamente a la atención. Y es desde ahí, desde lo común, desde aquello que nunca dispuso de sitio en la estantería platónica de las ideas, desde donde empieza a capturar la realidad. Parménides, en su estupor, no podría estar más de acuerdo.



El argumento de la cinta, en consecuencia, se escapa. No existe. Una pareja pelea por sobrevivir en un tiempo, el nuestro, hostil. Discuten, se aman, se pelean, se reproducen (ellos también) y, finalmente, nada. No puede haber nada. Rosales huye del drama, de la mentira de la sinopsis con una determinación inédita en su cine.



Hasta ahora, cada una de sus películas seguía lo que se podría llamar un plan ‘hanekiano'. La vida discurría entre sus personajes atrapados por la cámara desde una prudente distancia fría (digamos, distancia psicológica). No eran juzgados, ni conducidos por nada similar a una trama. Simplemente eran. Hasta que, de repente, un hecho inesperado dotaba a la rutina anterior de todo su sentido; hasta que un hecho fuera de lo cotidiano, de lo gris, de lo espeso, hacía que las certezas se quebraran. En la placidez ordinaria del pueblo en el que vive Abel, el protagonista de Las horas del día, nada hace pensar en su auténtica y extraordinaria identidad de asesino; en la tranquilidad anestesiada de Adela, la mujer triste de La soledad, todo se esfuma un mal día entre el humo de una bomba; en la ensoñación del mundo equilibrado de la familia de Sueño y silencio, un accidente parte en dos el mundo; y, en la distancia amortiguada de la vida anónima de Tiro en la cabeza, un balazo en la nuca despedaza los cristales de, precisamente, la realidad.



Ahora no. Dice el director que la película surge de una reacción ante el exceso de preparación de Sueño y silencio. Cuenta que necesitaba tocar algo inmediato y hacerlo de forma ‘convencional': con actores, con preparación, evitando en lo posible lo improvisado. Afirma que buscaba algo fungible, feo, que caducara entre las prisas del presente. Y en esa urgencia, la vida se coloca en la pantalla en línea recta para atrapar la misteriosa y contradictoria belleza de lo feo. Porque si algo es la realidad ahora es fea. Ahí queda el testimonio de una película insoportablemente bella. Parménides, di algo.