Richard Linklater, Bennett Miller, Wes Anderson, Alejandro González Iñárrutu y Morten Tyldum

El domingo Richard Linklater (Boyhood), Bennett Miller (Foxcatcher), Wes Anderson (El gran hotel Budapest), Alejandro González Iñárritu (Birdman) y Morten Tyldum (The Imitation Game) se disputarán el Oscar a Mejor Director. La mayoría opta también a Mejor Película, una categoría en la que estará El francotirador, la última y arriesgada entrega de Clint Eastwood que se estrena hoy en nuestro país.

Richard Linklater. Boyhood

Esta vez no hay excusas posibles. La extraña carrera de Boyhood, su hechizo unánime con la crítica y su ambigua relación con el público, arrancó hace exactamente un año bajo la decepción de no haber conquistado el Oso de Oro de la Berlinale. Pero es muy probable que Richard Linklater (Houston, 1960) pueda resarcirse el domingo del histórico "fallo" del jurado berlinés. Sería inaceptable que las estatuillas a Mejor Director y a Mejor Película no caigan de su lado. De este modo, la Academia de Hollywood tiene en su mano prestigiar a un cineasta no pocas veces desprestigiado, un creador dotado de una singular libertad -la que evocan sus películas y la que él ha conquistado - que ha propulsado sus ambiciones cinematográficas a límites insospechados y del modo más silencioso. Ya lo hemos dicho repetidamente: su última, monumental película, vendría a ser una suerte de film-antología de todo aquello que convierte su cine en algo tan personal como universal, tan invisible como elocuente, tan banal como trascendente. Cuando Linklater comenzó a rodar Boyhood hace trece años era otra persona, otro cineasta.



En 2002 filmó la maravillosa Escuela de rock y acababa de estrenar Waking Life, dos cintas en apariencia tan distintas entre sí: la comedia familiar frente el ensayo filosófico animado. Y aún con todo, los hilos que cosen su filmografía variada y heterodoxa son bien visibles. De las esencias diletantes de Slacker (1991) y Movida del 76 (1993) a las construcciones fílmicas de Me and Orson Welles (2008) y Bernie (2011), inéditas ambas en nuestras pantallas, Linklater se ha caracterizado como ese cineasta errante que suele hacer lo que se le antoja consciente de la estela de culto que deja a su paso con cada película. Los que le han seguido han encontrado siempre al mismo perseguidor de instantes, el mismo que acaso escribió Antes del amanecer (1995) con la conciencia de que volvería una y otra vez a fabular con la pareja protagonista en las décadas por venir. Su empeño, el de su cine, es un empeño imposible: atrapar la fugacidad, fragmentos de tiempo. Por eso nos sigue desafiando.



Bennett Miller. Foxcatcher

Es de los directores que gustan a la Academia. Y a los actores. De hecho, trabajar con él es un camino bastante garantizado a la nominación: seis de los intérpretes que han volcado su talento en sus películas -Philip Seymour Hoffman, Catherine Keener, Brad Pitt, Jonah Hill, Steve Carrel y Mark Ruffalo- lo han comprobado. Bennett Miller (Nueva York, 1966) ha desarrollado una especial habilidad para transformar personajes y hechos reales en artificios dramáticos verdaderamente eficaces. En Capote deconstruía la compleja personalidad de un escritor tan preocupado por la genialidad de su obra como por labrarse su propia leyenda, y en Moneyball analizaba con lucidez los algoritmos del sueño americano mediante un apasionante relato de liderazgo en torno a un exjugador de béisbol. Con Foxcatcher, presentada en Cannes, vuelve a tomar la arena deportiva como pretexto para alumbrar las patologías de la reciente historia americana.



Foxcatcher se traslada a los años ochenta para narrarnos el extraño caso de un millonario henchido de patriotismo, el filántropo Jon du Pont (Steve Carrel en su primer papel dramático), y su trágica, a menudo fascinante, relación con los hermanos Schultz (Channing Tatum y Mark Ruffalo), atletas de lucha libre. La realización es casi invisible, pero muy eficaz a la hora de introducir perturbación en el relato, y aunque el ritmo nunca termina de acomodarse del todo a lo que pide la oscura tragedia, Foxcatcher logra caer con buen pie gracias a la semblanza del siniestro millonario, un personaje bigger than life que carga con todas las patologías depredadoras, traumas familiares y canibalismos del ideario neoconservador. Un baño alegórico en las turbulencias de la Guerra Fría que, aseguran los titulares, parece estar de vuelta.



Wes Anderson. El gran hotel Budapest

Desde la seminal Ladrón que roba a otro ladrón (Bottle Rocket, 1996) hasta El Gran Hotel Budapest (2014), en sus ocho largometrajes hasta la fecha, Wes Anderson (Houston, 1969) siempre ha sentido la necesidad de encerrar a sus entrañables personajes en microcosmos cada vez mayores. De un instituto a un hotel, pasando por submarinos y madrigueras, sus memorables criaturas acaban inevitablemente escapando para emprender un viaje de autoconocimiento y relacionarse con el mundo exterior, bien sea para integrarse en él o para ser expulsados. Wes Anderson, el estilista más orgulloso de serlo, el príncipe de los indies más sofisticados, no parte como favorito en las apuestas para integrarse en el mundo académico de Hollywood, si bien su nominación es probablemente la más respaldada tras el cómputo de nueve candidaturas. Lo lamentaríamos por Linklater si hay sorpresa, pero bien es cierto que nunca ha habido mejores motivos para premiar con un Oscar a Wes Anderson. No en vano, estamos, qué duda cabe, frente a la película más ambiciosa, seguramente más sofisticada, compleja, suntuosa y delicada del cineasta. También la más emotiva.



Como él mismo sostiene, El Gran Hotel Budapest es su "filme europeo" (como lo fue el corto Hotel Chevalier que daba paso a su Viaje a Darjeeling), y todo el peso de la Historia y de la tradición continental, al contrario que en sus películas anteriores (ínsulas aisladas en un universo fílmico más bien hermético), empapa el fondo de cada fotograma, propulsando el relato a lugares que trascienden el solipsismo andersoniano, que ahora se las ingenia para, en un gesto de imaginación chispeante, congraciar su mirada enfermizamente pop con la literatura de Stefan Zweig, el manierismo de Max Ophüls, la engañosa levedad de Ernst Lubitsch, la línea clara de Hergé y hasta el cálculo siniestro de Stanley Kubrick. Un cineasta de raza.



Alejandro González Iñárritu. Birdman

Ha ocurrido con Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) algo curioso. Es una película que esencialmente opera a contracorriente. Desde su fondo y forma, actúa como denuncia de las inercias de una industria rendida a la replicación de banalidades, convirtiendo al icono que propulsó la fiebre de superhéroes -el Michael Keaton que resucitó a Batman- en un actor determinado a granjearse el prestigio creativo en el escenario teatral neoyorquino. En esa resonancia con la realidad, en la que Keaton debe lidiar con el divismo de un actor del método como Edward Norton en su empeño por trasladar a las tablas un relato de Raymond Carver, Birdman está a la altura de sus ambiciosas circunstancias. Funciona a contracorriente, también, porque Alejandro González Iñárritu (México D. F., 1963), tras la sonada ruptura con su co-guionista Guillermo Arriaga -a la que siguió el fiasco de Biutiful (2009)-, ha sentido la necesidad de reinventarse, de darle la vuelta a las constantes de su cine. Así, el relato expansivo y coral se convierte en un plano secuencia minado de trampas que encierra a unos pocos personajes en un solo espacio, mientras que la querencia a la fatalidad de sus tragedias abre paso a algo parecido a la comedia y la magia. Lo cierto es que la carrera de Iñárritu, desde su contundente debut con Amores perros (2000), se ha construido desde la convicción de que debe conquistar el circuito del cine de autor (sus películas se han presentado en Cannes y Venecia con salvas de aplausos) sin despreciar el contacto con el gran público y la academia hollywoodense. Así lo ha hecho en obras tan diseñadas como 21 gramos (2003) y Babel (2006), entregadas al cálculo de la sensibilidad cosmopolita pequeñoburguesa contemporánea. No en vano, todos sus trabajos hasta el momento han competido en los Oscar, y esta es la segunda vez que recibe una nominación a Mejor Director (la primera fue con Babel), aunque muy probablemente vuelva a irse de vacío.



Morten Tyldum. The Imitation Game

Es el que se ha colado en la fiesta sin sospecharlo. Nadie lo esperaba, pero la eficacia dramática y transparencia narrativa de The Imitation Game (Descifrando Enigma) le ha abierto las puertas a las nominaciones. Morten Tyldum (Noruega, 1967), un completo desconocido en las salas españolas, ocupa la cuota europea de este año en los Oscar. Lo cierto es que aunque ha desarrollado su carrera en la televisión y el cine noruegos -esta es su primera experiencia en Hollywood-, sus largometrajes anteriores, Buddy (2008) y Headhunters (2011), pulsan las teclas que pavimentan el camino a Hollywood.



The Imitation Game es una de esas películas convencionales realizadas a partir de un personaje nada convencional, de las que tanto gustan en la Academia, sobre todo si se alimentan de una interpretación memorable. La del británico Benedict Cumberbatch en la piel del matemático Alan Turing ciertamente lo es, de ahí su candidatura a Actor Protagonista. Turing fue, entre otras cosas, el hombre que descifraba códigos para el ejército estadounidense durante la II Guerra Mundial. La historia que pone en marcha este ordenado, atractivo thriller es compleja y fascinante, y sus implicaciones con la actualidad son manifiestas. El afinado guion de Graham Moore, proclive al cine de prestigio que fabrica Hollywood, es respetuoso con los hechos al tiempo que permite espacio al drama, la ciencia volcada es fácil de comprender y las emociones y empatías están claramente marcadas. Cine inmediato, amable, de consenso.