Una imagen de Irrational Man
Woody Allen completa una trilogía dostoievskiana con la apreciable Irrational Man, mientras que Gus Van Sant comete algo similar a un suicidio creativo presentando en Cannes The Sea of Trees.
En el mejor de los casos, Irrational Man es uno de los trabajos más estimulantes y satisfactorios que Allen ha rodado en este siglo XXI. En el peor de los casos, está muy lejos de los hitos logrados en el siglo pasado, como precisamente Delitos y faltas. La pereza o la ausencia de ideas con que resuelve algunas escenas o toma algunas decisiones -el horrible, repetitivo, empleo de la música- podemos, si queremos, compensarla con tres secuencias memorables. La suerte (o la sabiduría del cineasta) es que esas tres escenas son las más determinantes del filme, y se resuelven con sendas ideas de realización tan distintas como eficaces: la una con el desplazamiento espacial, la otra con la energía del primer plano y la tercera con los cuerpos de los actores. Reconocemos, aunque solo sean huellas, aquello que ha hecho a Woody Allen tan grande, y que de alguna manera sigue conservando en su ADN de cineasta.
Lo curioso en un escritor de creatividad tan exclusiva es que ninguna de estas ideas sean de guion. O es que el guion y la dirección son ya tan orgánicos en su cine que no podemos distinguir lo uno de lo otro. Aun con todo, de entre las variantes a la trilogía dostoievskiana, nos seduce no tanto la idea del crimen (im)perfecto como del placer culpable (ya lo entenderán cuando la vean), la imposibilidad del docente filosófico Abe interpretado por Phoenix de casar acción con análisis, porque aquello que hacemos y aquello que filosofamos siempre acaban reñidos. Esa es la condena del hombre irracional en la película, la que el relato expone con obviedad. Quizá el problema es que Irrational Man no ofrece un humor tan visible como para ser comedia ni una trama tan armada como para pasar por un thriller. Y nos preguntamos, tratándose de Woody, ¿alguna vez eso nos ha impedido adorar sus películas?
Con algunos cineastas somos espectadores irracionales. Para ojos, mentes y corazones ya conquistados por la magia de Woody desde que tenemos uso de razón, Irrational Man sigue ofreciéndonos motivos, una vez más, para no perderle la fe. Y además, ya sabemos que la próxima será terrible y la siguiente, con toda probabilidad, reafirmará nuestra fe de nuevo. Es nuestro sino.
Una imagen de The Sea of Trees
Lo que uno no esperaba desde luego es el atracón de merengue y banalidad new age de Gus Van Sant. The Sea of Trees plantea un diálogo (literal) entre la vida y la muerte, carne y espíritu, muy en la línea de sus mejores películas: la "trilogía de la muerte" -Gerry, Last Days y Elephant-, ese cine de vacíos que ya pasó a mejor vida en los intereses del cineasta de Portland. Matthew McCounaghey da todo lo que puede en la piel de Arthur Brennan, otro hombre roto, que decide suicidarse cerca del volcán Fuji, una especie de cementerio de suicidas o bosque de espíritus. Se cruza con otro suicida, el japonés, interpretado por el gran Ken Watanabe, y se socorren mutuamente, para después perderse en el frondoso laberinto tratando de encontrar la salida. Solo he contado los diez primeros minutos. Una historia de suicidas arrepentidos se convierte en un survival, regocijándose en los elementos propios de una crónica de supervivencia en condiciones extremas. Hasta aquí todo más o menos bien.Del bosque japonés la historia da marcha atrás y se desplaza a Estados Unidos una y otra vez, a lo que fuera la convulsa, dolorosa vida en pareja de Arthur y su mujer Joan (Naomi Watts), bien expuesta, interpretada y filmada con convincente dramatismo. The Sea of Trees gira alrededor de la noción del fatum y los planes cósmicos. Es una llave que activa el deus ex machina que precipita la película a un abismo insalvable. A partir de cierto punto, la historia revela sus cartas espirituales y se impone la salvaje arbitrariedad narrativa para encajar las piezas del puzzle o, si queremos, del destino. Van Sant organiza incluso un montaje visual del rompecabezas cósmico, con énfasis de violines, luminosidad y todo tipo de argucias cursis y sentimentales. Aunque sus últimos trabajos tampoco nos pusieron en pie, nada nos había preparado para que el autor de Paranoid Park cayera tan bajo. Ha tocado fondo y el suicidio no es de Arthur, pero quizá sí es el suyo.