El desconcierto de Wim Wenders
James Franco y Rachel McAdams en Todo saldrá bien
Un escritor atropella a un niño. A partir de ese momento, ya nada será igual. Wim Wenders se esfuerza en Todo saldrá bien en hacer coincidir la tradición del melodrama clásico con las posibilidades de las nuevas tecnologías. El problema es la obsesión por lo experimental...
Wenders, por alemán quizá, se sabe en cada nueva película en el límite exacto de sí mismo. Y así ha sido prácticamente desde su primer trabajo; siempre empeñado en reescribir las reglas del cine clásico desde la posibilidad de una nueva comprensión. El estado de las cosas, por citar lo obvio, no era más que eso: la tradición de la cinematografía de Hollywood leída en el momento exacto de su imposibilidad. No se puede hacer cine sin ella, aunque eso signifique limitarse a redactar o, mejor, rodar su testamento.
Ahora la idea es investigar y, por ello, incorporar las posibilidades de los nuevos lenguajes, digamos audiovisuales, a las formas más clásicas. Hablamos de juntar el melodrama, de eso se trata, con las tres dimensiones. Si hasta el momento el cine estereoscópico ha quedado relegado a la parte más bastarda, espectacular y zafia del negocio, la idea es rastrear sus posibilidades narrativas; se trata de arrancar su pulsión más íntima de su capacidad para que el espectador se ahogue en la pantalla.
Si se mira de cerca, no es la primera vez que ocurre algo parecido. Tiempo atrás, el CinemaScope se creó para combatir la dictadura de un nuevo electrodoméstico que respondía al nombre de televisión. La pantalla de cine adquiría de su mano el tacto de lo inabarcable. Y así, hasta que la propia industria alcanzó a entender las infinitas posibilidades que se escondían en el primer plano de un rostro extendido sobre la pantalla como la más sangrienta de las batallas. El melodrama se amplificaba hasta adquirir una dimensión más grande que la propia vida.
Pues bien, ahora lo mismo pero con las tres dimensiones. El resultado, sin embargo, apenas alcanza el valor difuso de lo desconcertante. Wenders juega a la contra, dando los pasos al revés. La película quiere ser una versión extremadamente intelectualizada, calculada y fría de un género necesariamente carnal, caótico y ardiente. El director se arriesga a abrir rutas antes no abiertas. Siempre lo ha hecho. Pero esta vez algo nos dice que se pierde. La película se obliga a habitar en la tradición de los años 50 y desde ella se erige. Un escritor atropella a un crío. Tan dramático. A partir de entonces, ya nada será igual: ni para James Franco, él es el escritor; ni para Charlotte Gainsbourg, ella es la madre de la víctima. El problema es la obsesión por lo experimental. Rodada al contrario de lo que el género exige, donde debería haber primeros planos detrás de la cada pulsión de la piel, el director opta por cuadros generales y preciosistas de color saturado; donde desesperación, pausa; donde caos, sólo orden; donde, y esto es lo más grave, pasión, pertinaz aburrimiento. Y así. Sólo la permanente e insistente música de Alexandre Desplat, eso sí, sigue la norma y al maestro Bernard Herrmann (piénsese en Vértigo).
Para el final queda el olor a azufre de un experimento fallido. Como Heidegger explicaba, la idea es abrir espacios liberados, dar con la tierra, entre el orden de lo establecido, entre las reglas del mundo. Sin embargo, el exceso de didactismo, la evidencia de la intención, acaba por hacer naufragar el intento. Al final, sólo queda el desconcierto, el sabor raro de lo extraño.
@luis_m_mundo