Reciclajes del potro italiano
Ryan Coogler rescata a Rocky Balboa en la más compleja y pretenciosa de las entregas de esta serie, Creed. La leyenda de Rocky
Cualquiera sabrá qué necesidad había de recuperar al púgil de Philadelphia, por séptima vez, en su trayecto a lo largo de cuatro décadas por el cine americano. La franquicia de Sylvester Stallone parecía haberse despedido al cumplir treinta años en pantalla, cuando Rocky Balboa (2006) sorprendió a propios y extraños con su vigor y capacidad para evitar el geriátrico y volver al ring. El resultado no era deplorable, es más, se salvaba con dignidad. Ahora regresa con mayores ambiciones, y sin duda es esta la más compleja de las entregas (con desarrollo psicológico de personajes y todo), pero también la que más se resiente de sus pretensiones. Es la primera de ellas que no escribe el propio Stallone, y que parece concebida por un devoto de la franquicia que entrega su personal homenaje al potro italiano, con la voluntad además de engrandecer la saga y conducirla a lugares más nobles. En términos cinematográficos, se entiende.
Ahora que Rocky regenta un restaurante, vive solo y no tiene más horizontes vitales que ver pasar el tiempo, el discurso de la superación busca nuevas expresiones. América sigue siendo para Rocky el lugar de las segundas, incluso las séptimas, oportunidades. Por un lado, se convertirá en el coach de Adonis Creed, el hijo secreto (creció en orfanatos hasta que fue adoptado en la opulencia por la viuda de Apollo) de quien fuera su antagonista en las dos primeras y su mejor amigo en las dos siguientes. Intenpretado con pundonor por Michael B. Jordan, es la primera vez que la saga cede parte del protagonismo a otro personaje, el nuevo aspirante a pesos pesados.
Hay un gesto claro de huir de la nostalgia para refundar la leyenda, que se expresa muy claramente en la vertiente sónica del film. El score de Ludwig Göransson, los sonidos y estéticas del hip-hop y la electrónica que invaden el nuevo contexto de Rocky (la novia de Creed se dedica a la música y se está quedando sorda), así como la astuta decisión de guardarse la popular composición de Bill Conti hasta el último asalto, articulan con inteligencia esa necesidad de crear una nueva música para las mismas letras. Sin embargo, la expresión más novedosa es de carácter dramático: el propio combate de Rocky, esta vez contra el cáncer.
¿Hasta qué punto puede el melodrama abrir una herida en la familiar propuesta pugilística? La idea no deja de ser brillante. Sin embargo Ryan Coogler, cineasta afroamericano procedente de los espacios Sundance, donde triunfó con Fruitvalle Station, prefiere sumergir el atrevimiento narrativo en el habitual ruido y la habitual furia de la saga, en las habituales tensiones entre la humildad y el orgullo.
Agradecemos un combate filmado en plano-secuencia, la matización de los sonidos (la distorsión como reacción al golpe), incluso la ironía de que Rocky ya sea incapaz de subir a lo alto de las escaleras del Museum of Art de Philadelphia. Esa semidistancia respecto al personaje es la que proporciona a la interpretación de Stallone el respeto que ahora le conceden los Oscar y la crítica americana, que en general anda entusiasmada con el filme. Pero no nos dejemos engatusar. Quien disfrute de Rocky seguirá haciéndolo con esta fina maniobra de reciclaje, a pesar de sus falsas pretensiones. Obtendrá seguramente la ración justa de nostalgia y triunfalismo que andaba buscando.