Image: Biopics musicales, una cuestión de carisma

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Cine

Biopics musicales, una cuestión de carisma

4 marzo, 2016 01:00

Janis: Little Girl Blues

La película Janis: Little Girl Blues que este viernes, 4, se estrena en salas es una muestra más de la dificultad a la que se enfrentan los biopics musicales, sean documental o ficción. Multitud de producciones recientes lo atestiguan, buscando en la pantalla las esencias de Keith Richards, Chet Baker, Hank Williams, Bessie Smith, Jimi Hendrix o Miles Davis.

El rock es la energía vital más genuina creada por la cultura moderna, de ahí que su relación con el cine sea necesariamente íntima. Pero la música raramente ocupa el primer plano de los biopics musicales. Suelen ser otros asuntos más terrenales relacionados con los demonios del artista. En su esencia, el documental Janis: Little Girl Blues cuenta la misma historia de Amy (Asif Kapadia, 2015), la crónica de ascenso y caída de la malograda Amy Winehouse. Ángeles del blues, dotadas de una voz sobrenatural, ambas fallecieron de sobredosis a los 27 años, rotas por el alcohol y la heroína y devoradas por sus fantasmas. Evidentemente, el contexto cultural del siglo XXI y el precio de la fama que intervino en la destrucción de la británica es mucho más tóxico que el que cercó a Janis en los setenta. Ambas, en todo caso, son retratadas como mujeres que naufragan entre la infancia y la sexualidad, inadaptadas a sus propios cuerpos y voces, devastadas por las relaciones románticas. Solo estaban en armonía sobre el escenario.

Dirigida por Amy Berg, insiste la crónica de esta chica de Texas que se arrojó a los cálidos brazos de la revolución cultural californiana, en su condición de outcast: nunca pudo superar haber sido elegida como "el hombre más feo" de su instituto. Woodstock, Monterrey, la vida entre San Francisco y el Chelsea Hotel de Manhattan, su breve y opiáceo paseo por la fama y el éxito, cuando todo era "groovy"... todo ello es recordado como un paseo por el paraíso (con parada romántica en Río de Janeiro) y su consecuente infierno. Las cartas que Janis enviaba a su familia, leídas por Cat Power, añaden el testimonio íntimo de la cantante hambrienta por sintonizar sus emociones con el mundo. El filme no trasciende la estructura y los métodos convencionales: entrevistas de archivo, cabezas parlantes, interpretaciones, etc. No lo hace al menos en el modo en que Keith Richards: Under the Influence ambiciona la necesidad de salirse de los clichés del rockumentary.

Un compañero del instituto recuerda en Janis la adolescencia de la cantante.


Responsable del oscarizado documental A 20 pasos de la fama, Morgan Neville allana el camino de Richards en otro gesto más, después de su exitosa autobiografía, por imprimir su leyenda. A pesar de su carácter adulador, del que prácticamente ningún biopic documental está libre, Keith Richards: Under the Influence traza un verdadero retrato del guitarrista sin perder de vista su genuina y reveladora relación con la música. De hecho, el filme registra el proceso de creación de su álbum en solitario, Crosseyed Heart (2015), mientras el chico malo de los Rolling Stones hace balance de su vida y vuelca sus influencias. La abrumadora personalidad del guitarrista, que abre las puertas a su casa, su estudio y su intimidad, entra en diálogo con algunos fragmentos de archivo que son un verdadero regalo: el metraje inédito de la grabación de Street Fighting Man (tan similar a lo que Godard filmó con sus satánicas majestades en One Plus One) o los momentos en que Richards compartió escenario con sus ídolos Chuck Berry (y la tensa discusión que tuvieron), Howlin' Wolf y Muddy Waters.

Diseños de Oropel

Janis Joplin fue objeto de un biopic de ficción en la película The Rose (Mark Rydell, 1979), encarnada a modo de trasunto por Bette Midler, mientras que Keith Richards, alias "The Human Reef", ha sido el foco de infinidad de documentales centrados en la mítica banda de Londres, dirigidos desde los Maysles a Martin Scorsese pasando por Robert Frank y Hal Ashby. La película biográfica con estrellas del rock no suelen hacer buena pareja cinematográfica, aunque se haya convertido en un subgénero propio. Lo cierto es que Todd Haynes puso el listón tan alto en I'm Not There (2007), su extrovertida y pluriforme inmersión en el mito dylaniano, que la reformulación del biopic musical se hace imperativa. No es lo que pretenden ni I Saw the Light (Marc Abraham, 2016), con Tom Hiddleton en la piel de Hank Williams, ni Bessie (Dee Rees, 2105), en la que Queen Latifah encarna a la leyenda negra Bessie Smith. Ambos filmes responden al diseño de oropel que estas producciones suelen arrastrar en el consabido juego de Hollywood, si bien sus ambiciones creativas apenas dejan huella.

Ethan Hawke en Born to be Blue

El filme de Abraham avanza como si rellenara los huecos de un formulario, carente de alma, y no es más que la energía del repertorio musical lo que nos mantiene interesados en un relato que cubre los seis años de ascenso, estrellato y ruina física y psicológica del artista country más influyente. Aunque responda a los mismos presupuestos dramáticos -es decir, crear una narrativa para el personaje, y a pesar del personaje- el resultado está por debajo del oscarizado retrato de Johnny Cash en Walk the Line (James Mangold, 2005) o el de Ray Charles en Ray (Taylor Hackford, 2004), convertidos en modelos del género. A esa plantilla se pliegan también las recientes Jimi: All is by My Side (John Ridley, 2013), pálida crónica del estrellato londinense de Jimi Hendrix, y I Feel Good: La historia de James Brown (Tate Taylor, 2014), que se empeñan en contrariar con sus formas y caminos convencionales los espíritus caóticos y rebeldes que retratan. ¿Ocurrirá lo mismo con Miles Ahead, el biopic de Miles Davis instigado por el actor Don Cheadle, que produce, dirige y protagoniza?

No todo es decepción. Planea muy por encima de estas películas Born to be Blue por su talento para alinear la música y las imágenes, el personaje y el artista, la biografía y el mito. Hay un discurso y una emoción concretas en la resurrección de Chet Baker bajo la piel de Ethan Hawke. No es que su director, Robert Budreau, subvierta los clichés, pero sí los hace evidentes desde el principio -en el rodaje de una película dentro de la película- para no cometer los mismos errores. Baker y sus paseos por el lado salvaje de vida ya fue objeto de pasiones en el sobrecogedor documental Let's Get Lost (Bruce Weber, 1988), y ahora bajo la batuta de Budreau, que se centra sobre todo en la historia de amor que mantuvo al trompetista apartado de sus inseguridades y hábitos destructivos, la pantalla grande vuelve a encenderse con la belleza y calidez de su música. Todo es cuestión de carisma, en el rock y en el cine.

@carlosreviriego