Una imagen de La mort de Louis XIV de Albert Serra

Con La mort de Louis XIV, retrato físico y claustrofóbico de la agonía del monarca francés, el cineasta catalán entrega fuera de concurso una obra superior, que encarna la lucidez plena del radicalismo. A concurso, Xavier Dolan nos expulsa a gritos de la pantalla con la adaptación de Solo el fin del mundo y Cristian Mungiu retrata la corruptela académica y la claudicación moral rumana en otro fresco social de su país.

Ayer la jornada le perteneció al cineasta catalán Albert Serra, que presentó fuera de concurso La mort de Louis XIV, una pieza de cámara que relata la agonía hasta su muerte del Rey Sol postrado en la cama mientras su pierna se gangrena. La radicalidad de la propuesta, centrándose en el proceso físico de la degradación, trasciende la mera idea conceptual, extraordinariamente atractiva, pues se justifica tanto en la dimensión narrativa como experiencial. Sentimos a la muerte trabajando. El personaje se transforma en un fantasma, desconecta del mundo y se diluye en la imagen de una meticulosa y deslumbrante puesta en escena. Los aposentos del monarca absolutista son el espacio del protocolo adulatorio y de la decadencia de un reino, de la razón y la superstición en el Siglo de las Luces, fotografiado con todas sus penumbras, como cuadros de Vermeer y de Rembrandt. Serra compone una puesta en escena que en su conjunto entona, entre la solemnidad y la iconoclastia, el claustrofóbico réquiem de un hombre y un mundo, pero también el de un actor que ya está por encima de todas las cosas (el mítico Jean-Pierre Léaud) y de todos los supuestos.



La sublime interpretación de Léaud se sustenta en el sentido documental de la implacable presencia, pues encierra en su rostro y su cuerpo yacente la historia de los últimos sesenta años del cine francés. En determinado momento, cuando el monarca asume que va a morir y que todos los esfuerzos de médicos de la Sorbona y charlatanes con elixires por encontrar un remedio han sido en vano, el actor mira a cámara y se petrifica como el final de su infancia maltratada filmada por Truffaut. El sentimiento melancólico del filme congela entonces a dos símbolos de la historia cultural francesa. La película conquista su emoción envolviendo este inolvidable momento con el réquiem de Mozart. El retrato es patético porque es humano, la descripción de la agonía es de carácter antropológico pero también poético. A partir de entonces el cuerpo y la voz del rey se irán disolviendo en el magma erosionador de la pantalla. Lo dicho, la muerte trabajando. Y la muerte casi siempre es grotesca.



Serra celebra el rigor materialista del historicismo, pues obedece a la reconstrucción de las detalladas memorias de dos cortesanos que asistieron al monarca en sus últimos días, pero al mismo tiempo huye del anecdotario y la adulación, explora el patetismo elegíaco de un hombre tratado como una divinidad que muere igual que el hombre más vulgar de todos, absolutamente solo. El tono solemne convive con los gestos de ironía, la pesadumbre mortecina con el humor intermitente, la compasión humana con el distanciamiento irónico, encapsulado todo ello en una estética de claroscuros que captura el espíritu de un filme tan sencillo en su concepción como prodigioso en su puesta en forma. La mort de Louis XIV alumbra un mundo particular que trasciende el mero tour de forcé al que podría haberse visto limitada la propuesta, cuyo origen lejano es el encargo de una performance-instalación para el museo Pompidou.



El autor de Honor de cavalleria y El cant del ocells, perpetuos vagabundeos por geografías inacabables, demuestra cuanto menos que su talento no se limita a filmar en espacios abiertos, de horizontes infinitos, y con personajes en movimiento. Como si fuera una impugnación a su propio discurso fílmico reduce el espacio al grado cero: un hombre y una cama. Pero como ocurre con los cineastas de linaje sanguíneo, el talento y la visión no desaparecen. Acaso se hacen más evidentes, más irreprochables, más rotundos. La película termina con la frase del médico que ha fracasado en su misión de salvar al monarca: "La próxima vez lo haremos mejor". No sé si en un arrebato de modestia el personaje también habla en nombre del cineasta, pero desde luego es difícil filmar esta historia mejor que como lo ha hecho. La mort de Louis XIV es una de las grandes conquistas, una de las películas más importantes, que sin duda hemos visto en el festival. Tanto que es difícil comprender por qué no ha entrado a concurso por la Palma de Oro. Quizá la próxima vez Frémaux lo haga mejor.



Una imagen de Solo el fin del mundo de Xavier Dolan

Quien sí competía era Xavier Dolan, el niño prodigio que ha crecido en Cannes. Debutó aquí con veinte años (Yo maté a mi madre, 2009) y desde entonces ha presentado sus cinco largometrajes en La Croisette. Con Solo el fin del mundo, el sexto, regresa a la competición después de la buena acogida que recibió con Mommy -galardonado con el Prix Jury ex-aequo con Godard-, y lo hace con una adaptación de la obra de teatro homónima de Jean-Luc Lagarce representada incluso en los institutos franceses. El empaque teatral del texto protagonizado por cinco personajes -y construido a base de monólogos y duetos- lo convierte Dolan en una bombástica sinfonía de rostros, un montaje histérico equivalente al histerismo de los personajes, el conjunto de la película. El director quebequés da un paso en falso con esta película, la única que no ha escrito él, pues trata de meter con calzador su exuberante discurso visual, determinado quizá a incomodar más que a fascinar, en una obra que no lo necesitaba.



La historia forma parte del repertorio de los dramas familiares comunes: un joven enfermo que regresa a casa tras muchos años ausente para anunciar su próxima muerte. La imposible reconciliación, el imposible regreso al hogar. El autor de la pieza, que presta al protagonista su misma actividad creativa, falleció de sida en 1995. Dolan aísla a los personajes en primerísimos planos para establecer la distancia entre los miembros de la familia, que fracasan una y otra vez en su intentos de comunicarse, creando un ambiente hostil y alejando aún más al hijo pródigo (Gaspard Ulliel) de su madre (Nathalie Baye), su hermano (Vincent Cassel) y su hermana pequeña (Lea Seydoux), a quien apenas conoce. Será en las interacciones con la única completa desconocida para el joven Louis, su cuñada (Marion Cotillard), donde asome el aislado rayo de entendimiento que se establece a lo largo del día que pasa junta a la familia. En los intercambios de miradas y los silencios reveladores con los que se comunican es donde surgen algunos brotes de magia en la película.



Los fugaces flashbacks a la infancia, ofrecidos como cápsulas de recuerdos sensoriales en la memoria del joven, ejercen asimismo una poderosa fascinación visual. Son fragmentos festivos a los que Dolan añade el tono celebratorio de música tecno-pop de los noventa (O-Zone, Moby), mientras que el presente es sombrío y melancólico, como un nocturno de piano. Dolan tiene un gran talento para las imágenes inventivas, seguramente en su interior hay un genuino inventor de formas cinematográficas (lo ha demostrado repetidamente), pero el impacto de la estética barroca y videoclipera que caracteriza su discurso visual asfixia por completo la consistencia dramática de la obra, el retrato de las relaciones no encuentra aire para respirar, los actores también buscan el modo de hacerse ver y escuchar en la fanfarria de cortes y transiciones. Entendemos perfectamente lo que quiere contarnos, y hasta de qué manera quiere hacerlo, pero una historia de secretos y susurros no puede contarse a gritos.



Una imagen de Bacalaureat de Cristian Mungiu

El rumano Cristian Mungiu, poseedor de la Palma de Oro por 4 meses, 3 semanas y dos días, opta por segunda vez al premio con Bacalaureat. Aun siendo una propuesta más que sólida, tejida con puntadas finas, este nuevo retrato de la Rumanía contemporánea con la lupa puesta en la institución familiar no escala las alturas expresivas -tanto dramática como cinematográficamente- de la obra con la que su compatriota Cristi Puiu también compite este año, Sieranevada. Vuelca de nuevo Mungiu un innegable dominio del ritmo de la narración, sobre todo en la construcción de un suspense cotidiano que aporta esa conocida sensación de que la película va acumulando acontecimientos sin que parezca recorrer una trama, aunque por supuesto la recorra. Pero si el conjunto de sus anteriores propuestas se revelaba casi al final, aquí se hace obvio mucho antes, y además deja varios flecos sueltos. La fórmula queda al descubierto.



La estrategia es conocida, por lo tanto. El (hiper)realismo social aliado con la excelencia interpretativa y la densidad verbal como conducto para señalar las idiosincrasias culturales de un país que contempla el futuro desde la claudicación. La lupa está puesta ahora sobre las corruptelas de la institución académica, la inseguridad ciudadana y las fracturas familiares. El médico que protagoniza la historia está determinado a enviar a su aplicada hija a estudiar la carrera universitaria en Gran Bretaña porque no cree que sea posible prosperar ni "tener una buena vida" en su país. En vísperas de realizar una serie de exámenes muy importantes para la concesión de la beca, la joven es atacada por un joven en los alrededores del colegio. El padre duerme en el sofá de la casa y su amante es la profesora de inglés de su hija, circunstancia que al parecer ha aceptado la madre con resignación aunque lo ocultan a la hija. En paralelo, el médico también recibe ataques anónimos con pedradas en las ventanas de la casa y del coche. Preocupado porque el trauma que padece su hija tras el intento de violación influya en el rendimiento de sus exámenes, decide poner en marcha los tratos de favor de sus relaciones más cercanas -de amigos policías a pacientes que necesitan un trasplante de hígado- para asegurarse de que su hija obtenga la nota que necesita para su ingreso en la universidad extranjera.



Con espíritu pesimista, el filme nos habla de cómo los comportamientos y la palabra entran en contradicción en la transmisión de valores a las generaciones futuras, producto acaso de una dinámica social en la que prevalece el estatus sobre el mérito, y en el que la supervivencia ya no es física, sino estrictamente moral. Pero el microcosmos familiar pretende añadir demasiados temas, demasiadas capas y capas de significado, y todo ello desde la observación aparentemente neutral de unas criaturas abriéndose paso por la vida. La película ha despertado entusiasmos justificados, pero sus conquistas están lejos no solo de los anteriores trabajos del cineasta rumano, sino de varias películas a concurso en una edición hasta ahora realmente memorable.



@carlosreviriego