Una imagen de El hombre de las mil caras de Alberto Rodríguez
Alberto Rodríguez, con El hombre de las mil caras, y Bertrand Bonnello, con Nocturama, llevan el escándalo y el buen cine a San Sebastián en un fin de semana en el que también se pudo ver un gran entretenimiento como Los siete magníficos.
Eduard Fernández se mete en la piel del siniestro Paesa, ese agente doble, triple y cuádruple que además de reaparecer en el cine lo ha hecho en carne y hueso en la portada de una revista. Por momentos, lo que cuenta el filme es un lío incomprensible y el propio Alberto Rodríguez ha dicho que nadie sabrá jamás qué es verdad y que es mentira. Lo que vemos es a un buscavidas como Paesa hacer lo que siempre ha sabido hacer mejor, moverse en las cloacas del Estado, trapichear en los bajos fondos de las altas esferas, engañar a todo el mundo y salirse con la suya. Y en este galimatías de traiciones, deslealtades y mentiras por doquier, la figura de Roldán casi hasta da un poco de pena, ese hombre que se forra pero se convierte en un prisionero de sí mismo encerrado en un apartamentucho de París leyendo novelas de amor mientras la policía le busca por medio mundo. Como ya hiciera con La isla mínima, donde rescataba esa España oscura de la transición, Rodríguez devuelve a la vida toda una etapa como esos 90 en los que expresiones como "tirar de la manta" y las portadas de El Mundo marcaban una actualidad turbulenta.
Una imagen de Nocturama
Director de gran prestigio entre los modernos, esto queda muy Boyero pero es así, Bertrand Bonello ha estrenado en el Festival de San Sebastián su última película después de ser rechazado por el de Cannes. Se llama Nocturama y es una película bomba en el sentido más amplio de la palabra. Primero cuenta el trasiego que se llevan unos jóvenes por París a quienes se adivinan intenciones hostiles y después, cuando explotan las bombas que han colocado, los vemos en su encierro en unos grandes almacenes. Nocturama apuesta fuerte y juega al límite de lo moralmente aceptable pintando un fresco amable sobre unos terroristas que combinan el teenage angst con la desesperación existencial. Bonello quiere jugar a contracorriente planteando un drama sobre la sociedad de consumo en el que parece querer decir que todos somos de alguna manera culpables del terrorismo. Las primeras secuencias, muy bressonianas, son impactantes y la parte de los grandes almacenes está rodada de una manera maravillosa. El problema surge al final, con esas fuerzas del orden excesivamente malévolas en un requiebro innecesario y excesivo. Es un filme fascinante, quizá un poco frívolo.Una imagen de Los siete magníficos
@juansarda