Fotograma de Hermia y Helena
Ofrece el Festival de Orense la posibilidad de descubrir un buen número de obras iberoamericanas que llegarán o no a las salas comerciales. Una de ellas, Hermia y Helena, es realmente extraordinaria y no debería hurtársele al espectador y cinéfilo español. Se trata de una nueva entrega en la serie de filmes que el argentino Matías Piñeiro -Todos mienten (2009), Viola (2012), La princesa de Francia (2014), etc.- escribe y dirige inspirándose en una obra de Shakespeare, en este caso El sueño de una noche de verano. En verdad, la pieza del bardo está más presente por invocaciones y alusiones que por traslaciones, aunque momentos, sentimientos y personajes subyacen en el filme. La película está dedicada a la memoria de la actriz japonesa Setsuko Hara, fallecida el año pasado, y desde luego la melancolía ozuniana acaba haciendo aparición, si bien es el coreano Hong Sang-soo el autor con el que resultan más inmediatas las resonancias de estilo. En todo caso, el talento y el talante de Piñeiro no necesitan medirse con nadie para engrandecerse.La protagonista, Camila (interpretada con magnetismo y sensualidad por Cristina Muñoz), es una joven traductora de Buenos Aires que recibe una beca de un año de estancia en Nueva York para trabajar en una nueva traducción al español de la comedia de Shakespeare sobre Demetrio, Lisandro, Helena y Hermia. Mediante una serie de flashbacks que nos trasladan a su último día en la capital argentina antes de partir hacia Manhattan, el relato, tomado por un ritmo muy particular, se traslada de una ciudad a otra creando un sentido de desarraigo, de movimiento perpetuo y de indefinición cultural que conecta directamente con el extravío que amenaza a toda traducción literaria. Piñeiro convierte ese lost in translation en la energía sentimental que se adueña del filme y de las relaciones humanas que pone en escena. Hermia y Helena no es, en ningún caso, una adaptación, sino una tentativa de traducción anárquica.
Algo que realmente hace fascinante el filme, con su aroma rohmeriano (los diálogos, veloces, taxativos, neutros, llevan el eco de Bresson), es el modo en que el itinerario sentimental de Camila va transformándose y sorprendiendo al espectador, que nunca sabrá realmente hacia donde avanza su destino, y que una y otra vez extrae ases de la manga para sorprendernos con una nueva información vital, un nuevo desvío narrativo. La extrañeza del filme lo acerca más a Rivette que a Rohmer. Sea un novio en Buenos Aires, un romance incompleto en Nueva York, un flechazo producto del encantamiento, una estudiante viajera aficionada a enviar postales o un padre biológico al que conocerá por primera vez, diera la sensación de que no hay planes que no puedan quebrarse ni nuevas realidades que no puedan transformar radicalmente nuestra percepción de Camila. Su esencia es siempre esquiva, mutante.
No es habitual encontrarse con películas tan comprometidas con la necesidad de poner en forma las incertidumbres existenciales, sobre todo la fragilidad, indefinición y complejidad de las relaciones personales. El espectador cree estar viendo una película pero en verdad la puesta en escena nos revela que es algo distinto lo que nos está contando. El plano-secuencia de apertura, una conversación telefónica filmada desde un ático adoptando el punto de vista de uno de los interlocutores, nos instala bien pronto en esa desorientación dirigida que mueve todo el filme, y que desplaza a los personajes y a los espectadores. El encuentro paterno-filial es sin duda uno de los tramos de cine más misteriosos que este espectador ha visto a lo largo del año, resuelto con fabulosa sensibilidad por parte del cineasta.
Película de encuentros y desencuentros, de medias verdades, engaños románticos y descubrimientos vitales, Hermia y Helena retrata el devenir de las pasiones contemporáneas (aun inspirándose en Shakespeare) como pocas películas han logrado evocar. El juego de espejos espacio-temporal -entre el aquí y el allá, el presente y el pretérito- refuerza la noción de habitar un mundo líquido en el que las relaciones humanas -amistades, amores, familia- son por fuerza inconsistentes y resbaladizas. Piñeiro afronta su muy libre traducción shakesperiana con el tono de quien habla de algo serio desde un sentido lúdico, con viveza y ligereza, mostrando y ocultando, consciente de la vida (y el cine) como escenario supremo de la representación existencial. Indaga con su cámara en ese limbo inaprensible y magnético al que van a dar los nuevos misterios que solo las buenas traducciones alumbran.
@carlosreviriego