Edgar Neville, el hombre que reía
Edgar Neville y Charles Chaplin en Hollywood en 1928
La comedia, el humor vivaz, el Madrid popular, lo criminal, la crítica a la burguesía cursi y el gusto por las adaptaciones literarias (incluidas sus propias creaciones) fueron algunas de las características que definieron la obra del cineasta, escritor y dramaturgo Edgar Neville, del que se cumplen 50 años de su muerte el próximo domingo. El director de La torre de los siete jorobados, El crimen de la calle Bordadores, El último caballo y Duende y misterio del flamenco dejó un rastro de simpatía, dandismo y espíritu festivo.
Nacido en Madrid, en 1899, en una familia adinerada y aristocrática, hijo de un ingeniero inglés y de una noble dama, condesa de Berlanga de Duero -cuyo título heredó-, Neville recibió una esmerada y cosmopolita educación burguesa -colegio del Pilar, internado en París- y pasó una infancia y juventud de casas palaciegas, criadas solícitas y veraneos "chic". Su desahogada posición económica hizo de él un hombre con afición indeclinable hacia la buena vida, la buena mesa, los viajes, las bellas mujeres y, en fin, la golfería exquisita, que juzgó oportuno concretar ingresando en la carrera diplomática.
Estando destinado en la embajada española en Washington, y ya muy interesado por el cine como admirador de Greta Garbo, quiso darse un garbeo por Hollywood durante unas vacaciones, y allí, a partir de 1928, se hizo íntimo amigo de Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, Mary Pickford y otras celebridades y, mientras se pegaba la gran vidorra, logró empleo en la Metro como versionador en castellano y para el mercado en español de distintas producciones norteamericanas.
A esta tarea, que le duró unos tres años, atrajo, entre otros, a sus amigos José López Rubio, Enrique Jardiel Poncela y Tono, miembros todos, con Miguel Mihura -compañero de escasas y divertidas fatigas en La Ametralladora y La Codorniz-, de lo que se ha dado en llamar "la otra Generación del 27", comediógrafos en principio excluidos del grupo canónico de poetas, con varios de los cuales -Emilio Prados, Manuel Altolaguirre y, especialmente, Federico García Lorca- tuvo Neville gran amistad, al igual que con otros destacados intelectuales y artistas como José Ortega y Gasset y Manuel de Falla.
Liberal, culto, republicano, políglota, pronto separado de su esposa -Ángeles Rubio-Argüelles, con la que tuvo dos hijos- y unido sin papeles de por vida -devaneos aparte- a la actriz Conchita Montes, su permanente musa, Neville se había iniciado ya en la literatura (Eva y Adán, Don Clorato de Potasa), el articulismo, el teatro (Margarita y los hombres) y el cine (El malvado Carabel), cuando tuvo lugar la sublevación militar del 36 y el inicio de la Guerra Civil.
Contrario a la política del Frente Popular y opuesto a los excesos de la extrema izquierda, Neville se alineó tardíamente con el bando nacional y, en parte para hacerse perdonar su conocido republicanismo liberal, tuvo un intenso y breve periodo falangista que se tradujo en varias películas de ficción y documentales propagandistas de la causa franquista. La síntesis de este exaltado tramo, con colaboraciones en la revista "azul" Vértice, se podría fijar en su película Frente de Madrid (1939), que tuvo una versión novelesca que reunía cinco historias, entre ellas la que dio título al libro y al filme.
Pero después de esta corta etapa, Neville, desde principios de los años 40, se desmarca del oficialismo dominante y reanuda su trayectoria personal como cineasta y dramaturgo, pareja a su singularidad individual y ajena a los pregonados planteamientos del nacionalcatolicismo y del Movimiento.
Neville en pleno rodaje
Como director de cine, vivirá en esos años 40 un largo período de original e insular esplendor creativo con películas como La torre de los siete jorobados (1944, sobre la novela de Emilio Carrere), La vida en un hilo (1945), Domingo de carnaval (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946) y Nada (1947, sobre la novela de Carmen Laforet), período que culmina con la extraordinaria El último caballo (1950) -¡ese plano de la Gran Vía de noche!- y que recoge ya algunas de sus predilecciones: la comedia y el humor de diálogo vivaz, por supuesto, el Madrid popular como escenario, la temática criminal, la crítica a la burguesía cursi y el gusto por las adaptaciones literarias, lo que incluye la versión de sus propias obras.En realidad, La vida en un hilo -esa inolvidable comedia sobre el peso del azar- fue antes película que obra teatral. El fracaso de público del filme fue lo que le llevaría años después, en 1959, a escribir la pieza teatral del mismo título que, ahora sí, alcanzaría un enorme éxito. Con El baile, sin embargo, sucedió al revés. La película de 1959 llegó siete años después de la obra teatral, que algunos consideran la más destacada de su carrera como dramaturgo, que terminó en 1963 con La extraña noche de bodas.
Entre tanto, Edgar Neville iba aumentando sus entregas como novelista y cuentista con obras como La familia Mínguez (1946), La niña de la calle del Arenal (1953), Torito bravo (1955) y Producciones García S.A. (1956). Sus plurales aficiones también quedaron reflejadas en otros libros. Así, Mi España particular recogía sus opíparas excursiones por las posadas y fogones patrios y Flamenco y cante jondo, sus textos sobre su otra gran pasión, ampliamente refrendada en su documental Duende y misterio del flamenco (1952), proyectado con aplauso y premio en el Festival de Cannes. Su dedicación a la pintura y a la poesía tuvieron menor relevancia y trascendencia, y la segunda se hizo patente sólo en los últimos años de su vida, cuando dio a conocer varios poemarios, editados sobre todo en Málaga, en la cercanía de su pionera residencia marbellí.
La excelente Mi calle (1960) cerró su proteica trayectoria como cineasta -productor, director y guionista-, un cineasta de toque propio que no discurrió dentro de las pautas de los géneros imperantes en los años 40 y 50 en España, lo que le costó ruinas y disgustos, y que encontró su rara originalidad en una peculiar mezcla de tradición y modernidad.
Con la salud siempre amenazada por su rotunda obesidad y mal enmendada por frecuentes ingresos clínicos y tan voluntariosas como efímeras dietas, Edgar Neville falleció en Madrid, a los 67 años, un 23 de abril de 1967, hace ahora medio siglo, dejando un largo rastro de su ingenio, simpatía, dandismo, espíritu festivo e incontenible conversación. Los cursos de verano de la Universidad Complutense en San Lorenzo del Escorial dedicarán una semana en el mes de julio al estudio de su personalidad y de su obra.